Entrevistas  Arte y cultura 

Una brújula interior

Renzo Piano a los ochenta

Luis Fernández-Galiano  Renzo Piano 
30/10/2017


Pregunta: Muchas gracias por recibirnos en tu casa, aquí en Punta Nave, cerca de Génova, la ciudad donde naciste hace casi ochenta años. Tu aniversario será en septiembre, y este es quizás un buen momento para repasar tu biografía. Recientemente, un asteroide ha sido bautizado con tu nombre. Sólo Buckminster Fuller había merecido antes un honor semejante, cuando se le dio su nombre a una molécula. Pero un asteroide es mucho más grande, ¡cinco kilómetros de diámetro!

Respuesta: Bueno, yo creo que todo el mundo tiene una estrella en alguna parte.

P: Me decías antes que todo el mundo necesita una especie de brújula interior, como la de los barcos, que pueda guiarnos en la vida. Yo diría que tus brújulas interiores son los edificios, por un lado, y la gente, por el otro. Construir para la gente. ¿Fueron estas tus dos referencias de juventud?

R: Empleo la palabra ‘brújula’ porque me atraen los barcos, y me gusta la idea de una brújula que no puedes ver porque está dentro de tu cuerpo y que, al estar bien protegida, no sufre la influencia perturbadora de los campos magnéticos. ‘Brújula’ se refiere a muchas cosas. Es algo que no está incorporado en algo, sino que se construye a sí mismo, algo que construyes tú desde la infancia y la adolescencia, a través de la experiencia.

P: ¿Empezaste a construir esta brújula interior en tu infancia? ¿Qué tipo de infancia tuviste? Tu padre era constructor.

R: Un pequeño constructor, no uno grande, y esto supone una gran diferencia. Los grandes constructores son gente de negocios; los pequeños pisan el suelo real, son artesanos. Mi padre tenía entonces diez o veinte personas trabajando con él, y yo pasaba el tiempo libre con ellos, en la obra, sentado en la arena. Cuando creces en esa atmósfera, empiezas a construirte una pequeña brújula en algún sitio de tu interior, observando cómo las cosas se transforman en un edificio: la arena, en un pilar; los ladrillos, en muros. Pura magia para un niño de seis, siete u ocho años. Todo esto se interioriza. Otra influencia relevante fue el puerto de Génova, que es una ciudad mágica, donde nada toca tierra: los barcos flotan; los edificios levitan; y las grúas… ¡todo vuela!

P: Pero, además de esas influencias, está la de la familia. ¿Qué papel desempeñaron tus padres? ¿Querían que fueras arquitecto?

R: Bueno, mi padre era constructor, así que me dijo que yo también debía serlo, aunque en realidad no le importara demasiado: era un hombre tolerante. Le dije a mi madre que quería ser arquitecto, y ella me respondió que tendría que explicárselo a mi padre. Así que hablé con él. ¿Por qué arquitecto?, me dijo, puedes ser constructor; un constructor es más que un arquitecto. Mi hermano, diez años mayor que yo, también lo era. La verdad es que yo no quería ser arquitecto, sino algo distinto a ellos. Eso es lo que pasa cuando tienes dieciocho años.

P: Así que dejaste a tu familia, dejaste Génova, para irte a estudiar a Milán.

R: Antes había ido a Florencia, que es una ciudad hermosa, demasiado hermosa. Y si tienes dieciocho, diecinueve o veinte años, estudias arquitectura y vas a un sitio como Florencia, acabas paralizado por tanta belleza y perfección. Así que me dije: esto es demasiado bonito; tengo que irme a un sitio que lo sea menos. Y me fui a Milán, que era desde luego una ciudad menos bella pero más interesante. Desde el punto de vista social, era la época de las ocupaciones de la universidad. Llevé una doble vida durante al menos dos años. Durante el día, trabajaba en el estudio de Franco Albini, que era fantástico. Estaba aprendiendo a ser arquitecto, dibujando. Por la noche, me unía a las actividades políticas de ocupación. Todas estas cosas contribuyeron a la construcción de una pequeña brújula, un tesoro para toda la vida. Esta brújula del yo tiene diferentes nombres. No tiene que ver con la profesión que uno ejerce; tiene que ver con la vida, con la gente, con el compromiso, con la política en el sentido real del término. Hay otra cuestión importante al respecto, más difícil: el sentido de la belleza. Este no tiene sólo que ver con la gente, sino con el color y la luz. Si creces en el Mediterráneo, absorbes algo de su agua. Es un mar lleno de luz, de vibración, de voces y de perfumes. Alguien dijo una vez que el agua hace bellas las cosas. Es muy cierto.

P: Cuando dices que, en último término, tu casa no está en París, Génova o Nueva York, sino en un barco, puedo entenderlo, dadas tus raíces mediterráneas. Pero déjame ahora preguntarte por algo acerca de tu educación: ¿aprendiste más de Albini que de los profesores de Milán? Siempre hablas de él con gran devoción.

R: En realidad, fui a la Universidad para ‘ocupar’, no para estudiar, así que puedo decir que aprendí más de Albini, aunque no sólo por eso. Albini era un artesano de verdad, que se complacía en hacer cosas, en comprobar, controlar, hacer prototipos, fabricar piezas. Fue una buena escuela. Pero, sabes, de niño no fui muy buen estudiante, así que crecí con la idea de que, observando a la gente, podías aprender. No debes educarte en la actitud arrogante de pensar que sabes suficiente, sino con la idea de que tienes que aprender porque aún no eres lo suficientemente bueno.

Elogio del optimismo

P: Así que fuiste como una esponja durante tu etapa con Albini.

R: Albini era único. Pero en mi educación influyó también un modo de ver las cosas y los hechos desde una posición no romántica. Nací poco antes de la guerra. Soy hijo de una tormenta. Cuando la guerra terminó, tenía ocho años; así que crecí con la sensación de que las cosas podían mejorar. Cada día, cada semana, cada mes, la calle estaba un poco más limpia, mi padre podía volver a casa un poco más relajado y la comida sobre la mesa era mejor. Crecí con la idea de que el paso del tiempo mejora las cosas. Es una locura, pero esta creencia te da el optimismo que necesitas para ser arquitecto. Crecí con esta idea, e incluso ahora pienso que mañana será mejor que hoy.

P: Sí, es cierto: todos sabemos que no puedes ser arquitecto a menos que seas optimista.

R: Optimista desde todos los puntos de vista, pero especialmente si tu trabajo es hacer lugares para la gente, lugares que la gente frecuenta y donde se reúne. Se trata de un deber cívico. El mundo puede ser un poquito mejor cada día; es poco a poco, gota a gota, día a día como se va mejorando el mundo. Si no crees en la capacidad de la arquitectura para cambiar el mundo, si no crees en la capacidad de la belleza, de la vida y de los valores cívicos para construir un mundo mejor —para mí, esto no es una utopía, sino una posibilidad real—, entonces es mejor que cambies de profesión porque estás en la equivocada…

Un lugar para la gente

P: Me gustaría terminar esta conversación hablando de tu reciente proyecto en Santander, el Centro Botín. Se trata de una buena noticia, porque en España hasta ahora sólo habías construido la pequeña base del equipo Luna Rossa en Valencia.

R: Nunca había trabajado de verdad en España, así que estoy agradecido por haber podido hacer el Centro Botín. Es fantástico por una serie de razones. Primero, porque he aprendido a amar Santander, que tiene una doble identidad: una, hacia el Cantábrico; la otra, hacia la bahía. La primera es más áspera, expuesta a los vientos y las olas; la otra es como un lago con una luz semejante a la de Venecia: una luz metafísica. Los Jardines de Pereda miran hacia el sur y hacia la bahía, y la luz es fantástica. Vi el lugar después de que Emilio Botín nos hiciera el encargo. Botín me sedujo; también la familia, pero especialmente él. Simpatizamos muy rápido. Nunca le vi como un banquero, sino como un soñador. Supongo que como banquero era un tipo duro, pero era también alguien enamorado de la educación, de la gente joven, de Santander… y de la idea de construir algo allí.

Los Jardines de Pereda estaban separados de la bahía por una vía con mucho tráfico, y la decisión fue enterrarla de manera que los Jardines pudieran extenderse hasta el mar: una idea fundamental del proyecto, que se consensuó con la familia, con Emilio, con el alcalde y, por supuesto, con la opinión pública. De nuevo, una historia de amor por el espacio público. El proyecto no tiene que ver con la retórica y con exhibir musculatura. Emilio Botín quería algo con presencia, pero que no se impusiera al lugar. Por eso hicimos que el edificio volara sobre el suelo, porque había muchos árboles, y así, viniendo de la ciudad, al atravesar el parque, se pueden ver los pilares sobre los que se levanta el edificio como si fueran troncos, y el edificio desaparece. Puedes mirar a través de las copas de los árboles; el plano del suelo está libre. Si llueve, te puedes cobijar bajo el edificio; lo mismo en un día soleado. Después, subes a la plaza elevada...

P: Uno se imagina la plaza y las escaleras llenas de gente, moviéndose arriba y abajo…

R: En cuanto deja de llover en Santander, todo el mundo se va al Paseo. Este edificio está bien situado al final del Paseo, donde este se junta con los Jardines… La gente es como una cuarta dimensión. No hay sólo tres dimensiones; hay una cuarta: el movimiento. Esto también es cierto en el Pompidou; ocurre en las escaleras mecánicas. Incluso en el Whitney. Y es algo que tiene que ver con la gente moviéndose. Lo que espero que ocurra en Santander es que la planta baja del Centro Botín, la plaza elevada y las escaleras estén llenas de gente moviéndose de un lado a otro, descansando en el bar o simplemente sentándose allí. Esto funcionará muy bien en el verano, porque habrá sombra. Y la cosa más mágica será la luz: cuando miras al sur, la luz se refleja en el agua. La piel de piezas cerámicas —270.000 piezas nacaradas— refleja el tiempo atmosférico, la luz. Así que el edificio acaba siendo un poco orgánico, como un pez saltando del agua.

P: Con sus escamas brillantes…

R: Hay una razón para esto. Queríamos que el edificio brillara y jugase con la luz, ya fuera una luz gris o de verano. Incluso cuando lloviese. Queríamos un edificio que tuviera una especie de piel centelleante. Así que cruzo los dedos. Creo que el edificio va a gustar… Un buen edificio es aquel que acaba siendo querido, adoptado por la gente. Lugares como estos son los que hacen que las ciudades sean buenos sitios para vivir, porque están relacionados con la tolerancia, la convivencia, los valores, el disfrute, la comunidad. Esto es importante. La mayor dicha de los arquitectos es comprobar que sus edificios son apreciados por la gente. Ya sea en Roma, Nueva York, París o San Francisco, si veo a la gente sonriendo y disfrutando en mis edificios, para mí es la mayor satisfacción.

P: Es una buena manera de terminar esta conversación sobre los aspectos de esa brújula interior que te ha guiado desde la infancia. El principito de Antoine de Saint-Exupéry tenía un asteroide, como tú, así que, de algún modo, puedes unirte a él en las estrellas…

R: Sabes, cuando me llamaron por este tema, pregunté si se trataba de un asteroide seguro. Por supuesto, dijeron, llevamos diez años comprobando su estado, no te preocupes. ¿Durante cuánto tiempo será seguro?, insistí. ¡Durante al menos los próximos dos millones de años!



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