Opinión 

Reducir, reusar, reciclar

No necesitamos más edificios

Richard Ingersoll 
31/12/2019


Aunque resulte imposible demostrarlo, parece evidente que desde el final de la II Guerra Mundial se han construido más edificios que durante los siete milenios previos de actividad edilicia humana. Este auge de la construcción ha coincidido con el aumento exponencial de la población, que ha pasado de 2.000 millones en 1927 a 7.700 millones hoy, y se ha acompañado del dramático abandono del campo, de suerte que hoy más de la mitad de los seres humanos viven en ciudades.

Considerando los datos, podrían sonar absurdas cosas como «no necesitamos más edificios», un lema que se verá incluso como un vituperio de la arquitectura. Por favor, no me malinterpreten: amo la arquitectura y mi respeto por la profesión es inflexible. Sin embargo, mire donde mire, me topo con edificios vacíos, tanto en la ciudad como en el campo vaciado, y esto me lleva a preguntarme por qué habría que construir más. También me topo con muchos edificios infrautilizados, a menudo con las luces encendidas durante la noche —una extravagante exhibición de despilfarro—, y esto me hace pensar por qué las ciudades se han diseñado con criterios de zonificación. El hecho de que las personas que necesitan vivienda y el abundante espacio vacío no terminen por encontrarse, me lleva a deducir que disponemos de los suficientes edificios, y que lo único que necesitamos es distribuirlos mejor.

Para refutar mis ideas bastaría con decir ‘¡Es la economía, estúpido!’, pues un tercio de los ingresos de cualquier ciudad exitosa depende de la construcción. En la economía liberal hoy imperante, la energía creativa de los promotores y los arquitectos se canaliza a través del lucro para dar pie al círculo perjudicial de la demolición, la extracción y la construcción con materiales importados. Esta costumbre de la destrucción creativa, heredada del pasado industrial carbónico, se consideró antaño un signo de ‘progreso’, pero, hoy, desde la conciencia del cambio climático, sólo puede tildarse de agresión. Cualquier acto constructivo, no importa cuán ‘sostenible’ sea, contribuye a agravar la crisis ecológica. Mientras tanto, la combinación de vanidad y avaricia que hay tras buena parte de la arquitectura contemporánea ha dado pie a algunos de los edificios más grandes y caros de la historia, por no decir que más frívolos.

Incluso los proyectos bien intencionados y puntuados con la calificación ‘platino’ de la certificación LEED, utilizan este sello como márketing, como una forma de lavado de imagen ecológico, mientras sirven a empresas especuladoras que se niegan a aflojar la tenaza de la explotación de las personas y los recursos no renovables. El Shard de Londres, el edificio más alto de Europa, que sigue sustancialmente vacío una década después de su apertura, resulta un buen ejemplo de monumento levantado a valores ya anacrónicos. Diseñado con objetivos sostenibles como aumentar la densidad urbana y reducir el gasto energético merced a su doble acristalamiento, el Shard se levanta frente al Támesis como un icono redundante.

En una economía liberal, los principios clásicos de la sostenibilidad —reducir, reutilizar, reciclar— parecen antitéticos con la idea del beneficio. Mientras que algunos teóricos predican el ‘decrecimiento’, ningún político es capaz de defender la reducción del desarrollo. El desarrollo sigue siendo, de hecho, la palabra sagrada del liberalismo, y ello implica mantener un robusto sector de la construcción. Incluso las agencias de la ONU dedicadas al cambio climático promueven el ‘desarrollo sostenible’ en lugar de apostar por reducirlo o eliminarlo por completo. Vaya toda mi admiración, por tanto, para quienes ocupan y reutilizan, que es lo más creativo y sostenible que podemos hacer. Si volviéramos a los pueblos, rehabilitásemos los viejos inmuebles, levantásemos algunas infraestructuras y nos beneficiásemos del bienestar agrícola, ¿necesitaríamos nuevos edificios?


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