La gran R y la pequeña g

57 Bienal de Venecia: la política económica del arte

Richard Ingersoll 
30/08/2017


Damien Hirst, exposición 'Tesoros del naufragio del Increíble', Demon with Bowl

Año tras año, Venecia va perdiendo habitantes, pero compensa la tendencia aumentando la cantidad de espacios artísticos. De mayo a noviembre, mientras dure la 57ª edición de la Biennale, la ciudad de las inundaciones estará inundada de arte. Entre los principales promotores del evento se contarán instituciones fundadas por dos de los mayores consumidores de arte del mundo: Miuccia Prada (Fundación Prada en Ca’ Corner della Regina) y François Pinault (Palazzo Grassi y Punta della Dogana). Pero también desempeñarán su papel otras instituciones, como la Colección Peggy Guggenheim, el Palazzo Fortuny, la Fundación Cini, el Palazzo Grimani y algunas docenas más. La exposición de la Biennale, que alterna el arte y la arquitectura de un año a otro, es una de las oportunidades más codiciadas para que la élite internacional muestre sus conexiones con el voluble mundo del arte contemporáneo, al tiempo que genera una audiencia estimada en medio millón de visitantes, que se suma a la de la ya abarrotada Venecia, con sus 30 millones de turistas al año.

Este año la Biennale, bajo el título ‘Viva Arte Viva’ y organizada por la comisaria francesa Christine Macel, ha tenido la suerte, o tal vez la desgracia, de coincidir con una exposición de gran éxito: ‘Tesoros del naufragio del Increíble’, de Damien Hirst, instalada en las dos instituciones venecianas de François Pinault ya mencionadas. De este modo, el artista más rico del mundo (cuya fortuna se estima en mil millones de euros) ha producido el espectáculo más caro del mundo (cuyo coste, que no se ha hecho público, puede rondar los cincuenta millones de euros, atendiendo sólo al valor de los materiales empleados, como bronce, lapislázuli, jade y mármol blanco de gran pureza), para el coleccionista más rico (sus 19.000 millones de euros lo avalan como tal). He aquí la materialización de lo que Thomas Piketty, en El capital en el siglo XXI, ha definido como la ‘Gran R’ (de ‘rentista’): la acumulación de capital no productivo por parte del 1% más rico de la población del planeta.

Damien Hirst, exposición 'Tesoros del naufragio del Increíble', Hydra and Kalí

El arte de la ‘g’ pequeña

Quizá sin proponérselo, Macel ha optado por enfatizar en la Biennale la ‘g pequeña’ (crecimiento mediante el capital productivo), haciendo hincapié en los procesos artísticos que incluyen el antiguo concepto de otium (el tiempo no productivo), y presenta numerosas instalaciones que permiten que los visitantes entren en contacto con gente que, simplemente, hace cosas. El mejor ejemplo es el espacio principal del pabellón central de los Giardini, donde dos docenas de refugiados y todo aquel que quiera unírseles trabajan en el Green Light Project de Olafur Eliasson, ensamblando varillas para hacer linternas poliédricas. Las donaciones por la compra de las lámparas (250 euros) irán a parar a las ONG que trabajan con los refugiados.

Olafuer Eliasson, Green Light Project

Otra forma de implicar a los visitantes con los artistas se produce una vez a la semana, cuando se permite a un público seleccionado almorzar con una de las personas que exponen en la Biennale, para discutir sobre el significado de su obra. Macel también ha convertido la librería de los Giardini proyectada por James Stirling en una biblioteca. Como si quisiera combatir las tendencias especuladoras del mercado del arte, la comisaria ha contado con artistas de su confianza que no son nombres conocidos de la casa ni celebridades, corriendo el riesgo de asumir un perfil demasiado bajo.

De hecho, cuando tras pasar por el Arsenale traté de recordar lo que había experimentado, seguía pensando en las 16 millas de hilo de Marcel Duchamp: había visto mucho hilo desenmadejado en obras como Mending Project, de Lee Mingwei —donde trabajan varios sastres que reparan ropa usando hilos de colores de carretes situado a la pared—, o en las enormes bolas de tela de Sheila Hicks, o en los impresionantes tapices de Teresa Lanceta. No es casualidad que el León de Oro al mejor artista haya sido en esta ocasión para Franz Erhard Walther, especializado en esculturas de telas de colores brillantes y formas inesperadas. Contrastando con la cartera de inversiones requerida para hacerse con las obras de Hirst, Walther se reafirma en la idea de que el ingenio artístico significa crear algo a partir de la nada. También se me vinieron a la mente, durante el paseo, los papeles pintados de cientos de obras expuestas: series recurrentes de motivos impresos dispuestas en grandes paredes de salas que, por lo demás, estaban totalmente vacías.

El más intrigante de estos revestimientos murales es el de dos albaneses: Anri Sala, que coloniza la pared usando los rollos de viejas pianolas; y Edi Rama, el actual primer ministro de Albania, que propone una serie de tatuajes de colores (Rama comenzó con la policromía, en este caso sobre edificios, cuando era alcalde de Tirana). 

Arni Sala, All of a tremble (Encounter I)

En la muestra hay muy pocos artistas consagrados, pero se le ha reservado un lugar de honor al trabajo tardío de Maria Lai (1919-2013), la excéntrica artista sarda cuyos materiales fundamentales son los hilos, las cuerdas y los libros. Junto a la obra de Lai se presenta la versión revival de las grandes danzas en círculo de la coreógrafa de San Francisco Anna Halprin. El más pintor de los artistas destacados de la Biennale es Marwan (1934-2016), un sirio afincado en Berlín que estudió con Georg Baselitz, adoptando un parecido estilo expresionista.

Marwan, Untitled (1964-92)

Entre los proyectos más conceptuales figuran los de algunos artistas que todavía creen en la pintura, la mayor parte de ellos estadounidenses: McArthur Binion, que trabaja con rejillas meticulosamente delimitadas; Kiki Smith, que esboza figuras femeninas de gran tamaño con un pincel sobre papel de carnicero; y el ‘outsider’ Dan Miller, que padece una variedad del autismo, pero que ha conseguido un sublime estilo abstracto que tiene un extraño parecido con el del protegido de Peggy Guggenheim durante los años 1950, Tancredi Parmeggiani.

Dan Miller, Untitled (2016)
McArthur Binion, DNA, series (2014-16)

Ecos arquitectónicos

Muchas de las obras de la Biennale se relacionan con la arquitectura, el paisaje y el urbanismo, como los proyectos de la serie Living Library de Bonnie Sherk, representados mediante paneles dibujados a mano donde se describen los esfuerzos de la artista por ocupar los espacios residuales de las infraestructuras de San Francisco y Nueva York. También es el caso de las dos incursiones de Michel Blazy en la extravagancia botánica: una es un cuadro vegetal hecho de zapatillas de tenis, relleno de tierra y plantado con hierbas y flores; y la otra, una serie de escobas colocadas en espiral, aparentemente sostenidas por la hierba que va creciendo en su base de paja.

Un trabajo escondido en el Jardín de las Vírgenes, y que puede pasar desapercibido para la mayoría de los visitantes, es el magnífico arco triunfal de madera construido por Michael Beutler, una estructura de cuatro metros de altura ensamblada sin clavos y que, en vez de apoyarse en cimientos, lo hace a través de cuatro pilares que flotan sobre sendos recipientes de agua. El León de Plata para el artista joven más prometedor fue para Hassan Khan, a quien se debe un jardín de sonidos dotado con altavoces, aunque para mí el favorito era el japonés Shimabuku, autor de una instalación donde emparejaba fragmentos de la Edad de Piedra con teléfonos móviles, y de un vídeo donde se le ve afilando los bordes de su ordenador portátil para convertirlo en una herramienta más útil.

Muchos de los pabellones nacionales también tienen temas arquitectónicos. El de España, a cargo de Manuel Segade y Jordi Colomer, comienza con una serie de cajas de cartón idénticas colocadas sobre mesas anodinas, cada una de ellas impresas con detalles tomados de edificios que, más tarde, sabemos que provienen de obras para el turismo. Las otras habitaciones presentan un mosaico de videos ambientados en Barcelona, Atenas y Kansas City, que representan un movimiento popular ficticio que, desde Belén, se extiende hasta los templos de la democracia en Grecia y los Estados Unidos. Por su parte, Xavier Veilhan transforma el Pabellón de Francia en un exquisito ambiente acústico titulado Musical Merzbau en homenaje a Kurt Schwitters. Canadá permitió al artista de instalaciones Geoffrey Farmer quitar algunas partes del tejado mientras que el pabellón se estaba restaurando para dejar sitio al chorro de una fuente en forma de géiser. En el Pabellón de Egipto, Moataz Nasr ha construido un muro de adobe y un suelo de tierra para proyectar sobre ellos una película ambientada en una aldea de campesinos. El artista israelí Gal Weinstein cultivó moho en las paredes y suelos del pabellón para su Sun Stand Still (la famosa expresión del juez bíblico Josué sobre la necesidad de alargar el día para ganar la batalla de Jericó), sugiriendo que el tiempo político y el natural no suelen coincidir.

Gal Weistein, Sun Stand Still, Israel Pavilion

El León de Oro de los pabellones nacionales fue para el de Alemania por Fausto, una performance de Anne Imhof que consistió en solar el pabellón con gruesas piezas de vidrio colocadas a un metro sobre el pavimento original mientras que los performers se movían al modo de zombis sobre y bajo ese nuevo suelo. Dinamarca consiguió hacer algo más hermoso liberando de puertas y ventanas la mitad de su pabellón para que la artista Kirstine Roepstorff pudiera convertirlo en una suerte de jardín encantado.

Anne Imhof, Fausto, Pabellón de Alemania

Algunos países apostaron por el retorno del arte como creación de imágenes, en especial el de Rumania, que contó con la graciosamente naif obra de Geta Bratescu (1926). Bélgica presentó las oscuras, casi imperceptibles fotografías de Dirk Braeckman. El gran video-cuadro de la artista neozelandesa Lisa Reihana es una reflexión sobre el colonialismo que se extiende a lo largo de treinta metros, a lo que cabe sumar los lienzos y assemblages de Mark Bradford en el Pabellón de los Estados Unidos. No opinaría diferente sobre el valor de la obra de Bradford si no supiera que se trata de un activista afroamericano y gay que utiliza los ingresos procedentes de su trabajo para ayudar a los niños del Gueto Sur de su ciudad natal, Los Ángeles, y que se ha involucrado en un programa de ayuda a las mujeres presas en las cárceles de Venecia. Las obras de Bradford son asombrosamente bellas: algunas montadas sobre los papeles para teñir el pelo que se utilizan en la peluquería de su madre; otras dispuestas sobre enormes lienzos y con un impecable sentido de la composición. Creo que ha nacido una estrella.

Necrofilia y boicot

Presentando la obra de tres artistas inspirados en Il mondo magico del antropólogo Ernesto de Martino, el Pabellón de Italia es la mayor sorpresa. En el video de Adelita Husni-Bey (1985) se pide a un grupo de millenials de Nueva York que luchen con los significados del futuro que se les muestran a través de cartas del tarot. Giorgio Andreotta Calò presenta, por su parte, un campo de perfiles para andamios que soportan una sorpresa enorme: el hecho de que, tras subir a la estructura, uno tenga que decidir si lo que uno puede ver es líquido o sólido. Todavía más interesante es la Imitación de Cristo de Roberto Cuoghi, una especie de laboratorio de Frankenstein donde, sobre el molde de resina de un hombre joven, un grupo de asistentes vierte una sustancia gelatinosa que se solidifica para conformar réplicas convincentes del cuerpo. 

Roberto Cuoghi, Imitación de Cristo, Pabellón de Italia

Semejantes a Cristos, estas figuras se almacenan después en iglús hinchables acondicionados a diferentes temperaturas, de tal modo que la gelatina se va descomponiendo de maneras diversas. Los asistentes fijan después los trozos resultantes a una pared, como si fueran reliquias. Este escape a la necrofilia constituye uno de los momentos en verdad inquietantes de la Biennale, una experiencia tan inolvidable como difícil de aceptar, comprender o disfrutar.

¿Ha conseguido Christine Marcel que la Biennale tenga más protagonismo que la presuntuosa obra de Hirst y Pinault? ¿Resulta preferible ver a los refugiados haciendo lámparas o comprobar el mucho talento que hay en los hilados y los papeles pintados, o es mejor constatar que El demonio, la estatua de 18 metros de altura dispuesta en el patio del Palazzo Grassi, realmente parece de bronce aunque en realidad esté hecha de fragmentos de resina con una pátina? ¿Se activará nuestra imaginación con la ostentación de la ficción arqueológica de Hirst, con sus videos subacuáticos del presunto ‘hallazgo’ del botín de un naufragio del siglo ii en la costa de África, o, por el contrario, se activará con los momentos trascendentales que sugiere la obra de artistas cuyo efecto depende sólo del simple juego de la luz y la sombra? Habrá que ver quién vende más entradas, pero, si de mí dependiera, optaría sin duda por boicotear a la ‘Gran R’.


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