Una vez superados los debates sobre la relevancia de preservar el patrimonio, pronto comenzaron las disputas sobre qué era digno de definirse como tal. Los monumentos mayores confeccionaron fácilmente el indiscutido acervo histórico, y con esfuerzo se fueron adhiriendo otros como el industrial, el moderno o el paisajístico. Así hasta llegar a la actualidad con una visión más amplia del término, que empieza a dar cabida a ese «otro patrimonio», acaso con menos valor material pero con parejo valor simbólico. En esta otredad está permitido elogiar la belleza de lo común y dignificar la sencillez de las piezas que construyen los imaginarios colectivos.

Y es probablemente en este ensalzamiento de lo ordinario donde subyace el éxito del diálogo entre Pablo Arboleda, a cargo de las concisas intervenciones literarias, y Kike Carbajal, responsable de las sugerentes réplicas visuales. La conversación trata sobre muchos temas, pero las arquitecturas anónimas de las periferias son el motivo central. Aquellas que, desprovistas de ornamentos o distintivos, solo han encontrado su seña de identidad en la repetición de lo corriente: el ladrillo rojo y el toldo verde. Así, en la sucesión de lugares desubicados cualquiera puede sentirse en casa e identificar la plaza de su infancia, el banco frente a su instituto o la calle de sus abuelos.

La cuidada edición ayuda a disfrutar del paseo por los que fueron nuestros barrios, pero este derrotero conduce inexorablemente a la nostalgia. Parece sensato pensar que el interés por salvaguardar estos territorios no es más que un signo de que poco a poco sentimos que estos ya no nos pertenecen. También suscita algunas inquietudes, y cabe reflexionar si el apego con el que miramos ahora las prismáticas pieles cerámicas de los tiempos del desarrollismo se asemejará al que despertarán en nosotros dentro de ochenta años las anodinas fachadas ventiladas de los PAU. O quizás la respuesta a todo esté en la siempre acertada copla y cualquier tiempo pasado fue mejor.