Opinión 

Píxeles con cuerpo

Cómo Steve Jobs convirtió el diseño en una necesidad

Sarah Williams Goldhagen 
31/08/2011


Incluso el ‘genio’ que le atiende en la tienda más cercana de Apple podría admitir que un euro invertido en un PC aporta una capacidad significativamente mayor de poder de computación que el gastado en un Mac. Todos sabemos, además, que navegar por iTunes puede resultar difícil aparte de exasperante por sus frecuentes fallos, o que el iPod es tan delicado como una flor, y acaba rompiéndose si se respira demasiado fuerte cerca de él. ¿Qué es lo que explica entonces que el mundo haya reaccionado con nostalgia y admiración a la prematura muerte de Steve Jobs, acaecida a la edad de 56 años? Los estadounidenses, acosados por sus penurias económicas y contempladores del espectáculo patético de su paralizado sistema político, han encontrado tal vez en Jobs un verdadero héroe de consenso, cuyas características públicas (iconoclastia, tenacidad, carisma) y personales (el paso desde sus orígenes modestos a su espectacular fortuna) ofrecen un terreno fértil para la emulación.

La verdadera importancia de Steve Jobs no está, sin embargo, en su historia personal, ni en la tecnología de los objetos comercializados por su empresa, y no descansa tampoco en un único producto, sino en una manera de hacer que entiende el diseño como algo que no sólamente vende sino que es considerado por la gente como un valor en sí mismo, más que como un simple lujo. Jobs se dio cuenta pronto de que los ordenadores podían llegar a parecer máquinas intimidatorias con las que sólo algunos frikis podían habérselas, y que el diseño podía acercar tales máquinas a la gente normal. Esto, por supuesto, resulta ya muy conocido y celebrado. Pero no lo explica todo. Necesitamos saber qué es lo que en el diseño de Apple ha hecho que sus productos sean los objetos de deseo que son hoy.

Una elegante concepción artística y una obsesiva atención al detalle no bastan para convertir un diseño en algo endiabladamente bueno. Mediante el diseño, Apple transforma sus productos, que dejan de ser máquinas hechas por el hombre para convertirse en objetos de empatía personal. Lo supiese o no Jobs, los objetos fabricados por su empresa utilizan el cableado mental que nos informa de cómo los humanos responden a su entorno. Esta es la razón oculta que explica el éxito de Steve Jobs y Apple.

Que mirar la pantalla pixelada de un monitor no es suficiente para que una persona se relacione con su ordenador, es algo que Jobs sabía cuando en 1984 presentó, dotado de un ratón, su primer Macintosh. Sin embargo, no había sido Apple sino Xerox quien había asociado por primera vez el ratón a un ordenador personal. Lo que fue aquí relevante es cómo Jobs simplificó el ratón: lo hizo más ergonómico y agradable al tacto, lo convirtió en un objeto contorneado y bonito. Y es que a lo largo de su evolución los hombres han sido manipuladores de objetos y, de algún modo, Jobs lo sabía: para que una persona normal use con naturalidad un ordenador, necesita un instrumento que pueda manejar siguiendo esquemas táctiles y sensomotores organizados en secuencias preestablecidas de relación con los objetos. Usando un ratón se puede prescindir de los engorrosos comandos del teclado para manejarse con un texto; basta con cliquear y mover la interfaz del mismo modo como lo haría una pluma sobre el papel.

Quizá el éxito del Macintosh original animó a Jobs a seguir avanzando por el camino de diseñar pensando en los cuerpos humanos que usan los objetos tecnológicos y en las mentes que piensan a través de ellos. Jobs había demostrado con el ratón su sensibilidad para reconocer la importancia de los patrones humanos de manipulación de los objetos. Esa misma sensibilidad fue la que condujo posteriormente al desarrollo de la mítica esbeltez de los productos de Apple, de los bordes suaves y redondeados de sus ordenadores portátiles, sus iPods y sus iPhones, máquinas que son fáciles de transportar y que manejamos con gusto.

En el diseño de los ordenadores Mac, Jobs dio cuenta de la propensión humana al animismo. Paola Antonelli, que es comisaria de diseño en el MoMa, describe su primer Macintosh Classic de 1990 como «un cachorrillo que me miraba, que no sólo trabajaba conmigo sino que me hacía compañía». La gente suele describir sus ordenadores de Apple, ya sean Mac o iPads, como amigos. El iMac de 1998 combinó su compacidad y su sencillez de uso con un diseño sensiblemente antropomorfo: sus bordes suavemente curvados enmarcaban una pantalla con forma de cara, en la que la nariz era la disquetera. El aspecto de los iMac recuerda a una cabeza humana, pero no a una idea genérica de la misma sino a la surgida de las experiencias personales con la propia cabeza y con las de los demás y que, por tanto, ocupa más espacio en nuestra imaginación que el que pudiera tener el simple envés de un cráneo. Incluso el logotipo de la empresa, una manzana mordida, anima al consumidor a establecer una relación imaginativa con el objeto. Casi todo el mundo sabe lo que se siente al morder una manzana: lo demuestra el número de manzanas mordidas que personas anónimas dejaron a las puertas de las tiendas de Apple los días posteriores a la muerte de Jobs.

Estas y otras cualidades que son comunes a Apple no son sólo la ‘envoltura’, el ‘forro’ de diseño del producto. Son el propio producto. Y el hecho de que se hayan vendido y vendido, y que se sigan vendiendo, nos enseña algo importante acerca del valor que las personas, a sabiendas o sin darse cuenta, otorgan al diseño, especialmente a aquel que conecta con la naturaleza intrínseca de nuestros cuerpos y de nuestras mentes.


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