Mi tatarabuelo llegó a América en 1848. Hay mucha diferencia entre la gente que llegó a mediados del siglo XIX y la que llegó a mediados del siglo XX, especialmente en las familias judías norteamericanas. Hay mucho antisemitismo con las familias judías. No lo supe hasta que iba a cuarto de primaria, cuando tenía 10 años. Mi mejor amigo me dijo: «No puedo seguir jugando contigo porque eres judío». No sabía qué quería decir, no tenía ni idea.
Mi padre era un radical de izquierdas. Era químico orgánico y tuvo que dejar la universidad para empezar a trabajar. Mi madre era una niña mimada de clase media-alta, la primera que tuvo coche en su clase del instituto. Mi padre quería que yo fuera químico como él. Hice lo que me mandaron. Alguien dijo: «Debes ir a Cornell», y fui a Cornell. Estaba estudiando química y lo odiaba. Pero resultó que el orientador que se encargaba de nosotros era arquitecto, así que yo iba a su despacho y veía lo que hacía. Tenía 18 años y nunca había oído la palabra arquitecto. Así que le pregunté: «Se puede venir a la universidad para hacer maquetas y cosas parecidas?». Eso me encantaba. Y me dijo: «Sí, dibujamos y hacemos maquetas». Pensé: «Dios mío, esto es fantástico». Fui a casa y reuní a la familia. Teníamos un salón formal que nunca usábamos, salvo para ocasiones especiales. Así que les pedí reunirnos en aquel salón, y entonces mis padres pensaron: «¡Dios mío!». Yo les expliqué: «Tengo que contaros algo, voy a ser arquitecto». Se quedaron con la boca abierta. Puedo recordar lo primero que dijo mi padre: «¿Es este otro de tus chistes?»; y añadió: «Puedes estudiar arquitectura; tienes un año para demostrarlo, pero si te va mal, te sales».
Pero el primer año me fue de maravilla. Me dio clase Gerhard Kallmann, que después haría el ayuntamiento de Boston. También tuve a Paul Rudolph. Paul vino y nos propuso el enunciado de un proyecto, y yo hice una copia de una obra de Frank Lloyd Wright, porque pensé que era lo que había que hacer. Y me dio el primer premio Paul Rudolph en persona. El siguiente enunciado era un club náutico, y como Frank Lloyd Wright también había hecho uno, el Yahara Boat Club, hice de nuevo una copia. Además, me enteré de que Paul volvía a ser parte del jurado, y pensé: «Bien, otro premio». Pero en esta ocasión suspendí, así que le pregunté: «Señor Rudolph, ¿qué pasó?». Me contestó: «Se puede copiar una vez, pero no dos». Fue una gran lección.
Después fui a Columbia. En mi clase estaba Michael McKinnell, y también John Fowler, que era un amigo de Jim Stirling. Fowler invitó a Jim, que aquel año estaba dando clases en Yale, para ver nuestro trabajo, y Jim vino. Yo era un don nadie, pero vio mi trabajo y recuerdo que me dijo, mirándome a los ojos: «Peter, eres un diseñador muy bueno, pero no tienes ni idea de arquitectura». Y tenía razón. Entonces me sugirió: «Lo que tienes que hacer es ir a Inglaterra con Colin Rowe».
Así que fui a Cambridge, y cuando llegué el profesor Leslie Martin me dijo: «¿Sabes que Sandy Wilson se va a Estados Unidos?». Y añadió: «Queremos que des su clase de primero». Me ofrecieron entonces ser profesor, y así conocí a Colin. Colin era muy seductor. Me invitó a cenar a su piso. Y mirábamos el trabajo de Serlio, Palladio, ya sabes. Tenía estas grandes ediciones y planos, como el Édifices de Rome moderne de Letarouilly, la primera edición. Y me dijo: «Hagamos un plan, visitemos las villas palladianas».
Así que preparamos el viaje. Cuando estábamos en Bolonia, vimos obras de Carracci, Guido Reni… fue una introducción muy sofisticada a la pintura italiana. Estábamos viendo arquitectura al mismo tiempo, pero la pintura era espectacular. Cuando Sandy volvió de Yale, me dio el libro Ordre et climat méditerranéens, de Sartoris, y descubrí a Terragni y a Cattaneo. Así que dije: «Colin, tengo que ir a Como, tengo que ver esto». Y cuando contemplé por primera vez la Casa del Fascio tuve una ‘revelación’, como decía Colin. Porque había visto Stuttgart, Weissenhof, los Mies de Krefeld, la casa Schröder… pero esto era tan diferente que supe que tenía que averiguar más. Así es como empecé la colección de mi biblioteca, que se convirtió en una obsesión. Realmente fue un viaje extraordinario.
Regresé con Colin a Cambridge, y Leslie me dijo: «Queremos que te quedes y sigas con el curso de primero, que Sandy pase a tercero, y Colin a segundo». Pero yo me opuse: «Mira, quiero ser arquitecto». Entonces Leslie me respondió: «No puedes ser arquitecto en Inglaterra, pero te diré qué podemos hacer: puedes preparar un doctorado». Y añadió: «Yo seré tu tutor, y no vas a estudiar solo al Corbu, y a Loos, Terragni y Mies, sino también a Aalto y Frank Lloyd Wright»… Así era Leslie. Y entonces me quedé.
Regreso a América
Al volver a Estados Unidos, quería organizar un Team X americano, y a partir de esta idea Michael y yo reunimos el grupo CASE en Princeton. Lo interesante de estos encuentros fue que el primer día tuvimos a Colin Rowe y a Vincent Scully como árbitros, y que al mismo tiempo participaban gente como Bob Venturi y Richard Meier. A Michael y a mí, el presidente de la universidad nos dio una beca de 100.000 dólares para diseñar una ciudad lineal, así que trajimos a Tony Vidler, a Ken Frampton… Teníamos todo un grupo de profesores en el sótano del edificio de arquitectura, trabajando en este ‘proyecto de ciudad lineal’. Entonces nos visitó Tomás Maldonado, y trajo consigo a Arthur Drexler, que era el director del Departamento de Arquitectura del MoMA. Arthur vino, vio este proyecto enorme, y dijo: «No sabía que los arquitectos jóvenes estuvieran trabajando sobre la ciudad». Y añadió: «Quiero hacer una exposición, y que tú y Michael la preparéis». Así que organizamos equipos de CASE, Colin Rowe, Jaque Robertson, Stan Anderson, Hank Millon. Un nuevo decano, que Michael y yo habíamos aprobado, un tipo llamado Robert Geddes, nos dijo: «Si esto va a ser una exposición en Princeton, yo voy a decidir quién hace el proyecto». Pero yo le respondí: «Bob, no lo entiendes, Drexler nos quiere a nosotros, no a Princeton, así que lo haremos nosotros». E insistí: «Si quieres que aparezca el nombre de Princeton, bien… si no, también». Y de este modo terminó mi etapa allí.
Cuando dejé Princeton en 1967, hablé con Arthur Drexler. Le dije que quería empezar un instituto, así que él habló con el presidente del MoMA, René d’Harnoncourt, y le propuso: «¿Podemos abrir una rama del MoMA llamada The Institute?», y aceptó. Nos dio dos patronos y algo de dinero, y así empezamos el IAUS. Que a unos jóvenes los patrocinara el MoMA para una gran exposición en enero del 67 era muy emocionante.
El grupo Five Architects surgió tras la disolución de CASE. Tuvimos dos reuniones en el MoMA donde presentamos nuestro trabajo. Había una librería de un viejo refugiado alemán llamado George Wittenborn, donde solía llevar a mis hijos en autobús. Yo le propuse: «George, tengo una buena idea para un libro: tengo cintas de dos reuniones de CASE». Y me dijo: «Estupendo». Después les conté a los Five que teníamos la oportunidad de publicar este libro y estuvieron de acuerdo, pero me dijeron: «No podemos llamarlo ‘arquitectura de cartón’, porque ese es tu tema… y como tampoco queremos que nos llamen de ninguna manera, pongamos directamente nuestros cinco nombres en el libro». Éramos Eisenman, Graves, Gwathmey, Hejduk y Meier, así que en el lomo solo decía ‘Five Architects’. No teníamos ni idea de qué iba a pasar. Un día estaba desayunando con mi hijo pequeño Nick. Yo estaba leyendo los deportes en el periódico, y al ver la portada de la segunda sección de The New York Times, a página completa, Nick me dice: «¡Eh, papá, hay una foto tuya!». Paul Goldberger había escrito un artículo sobre los New York Five.
De hecho, fue él quien inventó el término, que se hizo muy popular. Poco después Bernhard Hoesli invitó a Hejduk a ir a Zúrich, donde también había invitado a Rossi cuando lo echaron de Italia en 1972. Así que Aldo y John se conocieron allí, y presentaron una exposición junto con Colin Rowe y Hoesli, los cuatro. Al mismo tiempo, Aldo estaba organizando la Triennale del 73, bajo el lema de ‘la tendencia racionalista’. Como él conocía a Hejduk, dijo: «Los verdaderos racionales son estos cinco arquitectos de Nueva York», y nos invitó a la Triennale.
Laboratorios teóricos
Algo que aprendí en Cambridge fue que podías ser tan poderoso como intelectual como podías serlo construyendo. Cuando Manfredo Tafuri me dijo: «Peter, si no construyes, a nadie le importará lo que piensas», sentí que lo que realmente quería hacer era entender de forma abstracta o conceptual lo que podía ser la arquitectura. Y así hice la Casa II, por ejemplo, para que nunca se fotografiara con sol, solo en sombra. Y los franceses publicaron una foto real de la Casa II que decía ‘maqueta de la Casa II’, lo cual era comprensible, porque la habíamos construido sin señalar los detalles ni los encuentros de los elementos que van a acabar a las esquinas. Se construyó como una maqueta: la Casa I, la Casa II, la Casa III… básicamente, todas eran como maquetas de casas. Por ejemplo, la Casa II tenía un sistema estructural redundante: tenía un sistema de muros y otro de columnas. La idea era hacer como en el Palazzo Rucellai de Alberti, que tiene un sistema de muros con mampostería pesada. Al verlo, uno se pregunta: si la mampostería pesada ya funciona como estructura, ¿para qué son entonces los muros? El muro es un símbolo. Y las columnas son símbolos. Yo trabajaba con esa cuestión general de firmar la arquitectura de cierta manera.
Me di cuenta de que una casa tenía una escala determinada, y de que, para hacer arquitectura, tenías que hacerte más grande —mira la escala de la Cidade, donde estamos ahora—. No puedes simplemente hacer casas, así que empecé a competir para hacer edificios grandes, lo que fue un cambio significativo en mi vida. En esos proyectos no podías ser tan puro con cuestiones intelectuales como lo puedes ser en una casa… una casa la puedes controlar. Fue entonces cuando se produjo el cambio importante, al darme cuenta de que tenía que salir de mi cabeza para meterme en la tierra. Y me metí en el psicoanálisis, iniciando un proceso que se prolongaría durante veinte años. Esta decisión está relacionada con la etapa de los proyectos de excavación artificial, que estaban todos en la tierra. El concurso de la IBA en Berlín, el del Cannaregio… todos eran proyectos en la tierra, porque con el psicoanálisis trataba de salir de mi cabeza y meterme en el terreno.
En esa época tenía 50 años, solo había construido cuatro casas, y, de repente, en Ohio, levanté sucesivamente el Wexner Center, el Aronoff Center y el Greater Columbus Convention Center. Tres edificios grandes, importantes, que constituían una especie de manifiesto de lo que se acabaría llamando deconstrucción. Yo no sabía nada sobre la deconstrucción cuando los hice, tengo que ser sincero. No empecé a leer a Derrida hasta el año 86 o el 87. Fuera lo que fuera lo que estaba haciendo —y el propio Derrida lo dijo: «Cuando nos conocimos, ya estabas haciendo deconstrucción»—, yo no tenía ni idea. Me había quitado de la filosofía, no lo olvides. Había estado metido en temas de filosofía, leyendo a Chomsky, Foucault y otros, pero lo dejé al abandonar el Institute y su revista Oppositions.
Mentores y clientes
A lo largo de mi vida, he tenido tres mentores. Y al final de mi vida, o al final de sus vidas, no me hablaban. Ni Rowe, ni Tafuri, ni Derrida. De alguna manera me había alejado de ellos. A través del psicoanálisis me convertí en quien soy. Pero fue al alejarme de estos personajes filosóficos y de esta necesidad de enriquecimiento filosófico cuando pude construir. Ahí está el Memorial. Seguirá ahí cuando ya no quede nada de mi pensamiento. Estará en el centro de Berlín para siempre. Lo que digo es que finalmente conseguí convertirme en arquitecto, algo que psicológicamente quería ser.
El psicoanálisis me ayudó a convertirme en constructor. De no ser así, habría vivido dentro de mi cabeza. Habría sido uno de esos marcianos viviendo dentro de una burbuja. Es lo que era. Y tenía que volver a la realidad. Hay mucha realidad en esta piedra del suelo, en esas columnas, en la forma que tienen. Son muchas horas pensando cómo quería hacer esta pared. En su grosor, su profundidad y su escala. Te preguntas: «¿Por qué tenemos que hacer esto?». Estas son las cosas que convierten en arquitectura lo que hago. Al menos para mí es importante. Era la primera vez que le daba vueltas a esta idea de que la síntesis hegeliana, la síntesis dialéctica, podría no ser posible en arquitectura. Hay pocos edificios que impresionan. Quizás las ansias de síntesis sean un error para los arquitectos.
Es posible que en Galicia lo intentara, con Manuel Fraga, que era un cliente excelente porque tenía una visión. Pensaba en el Valle de los Caídos, que es un monumento para Franco, pero me decía: «Yo no quiero un monumento para mí, sino para esta sociedad y para la España del futuro, y para Galicia, mi tierra». Y yo era un arquitecto perfecto para él, porque estaba dispuesto a hacer lo que nadie antes había hecho. Tuvimos mala suerte. Perdió por solo un diputado. Si hubiera ganado habría sido diferente.
También fue buen cliente Edward Jennings, el presidente de la Universidad Estatal de Ohio, que nos encargó lo que sería el Wexner Center. Ganamos el concurso, y me aseguró: «Nadie va a tocar este edificio, lo vamos a hacer exactamente así». Fue muy pertinaz. Les advirtió a todos sus vicepresidentes que no íbamos a desviarnos ni un centímetro, «no me importa lo que cueste». Pero no tenía dinero. Mi colega Richard Trott conocía a Les Wexner, porque había hecho una casa para él, y dijo: «Traigamos a Les Wexner para mostrarle el proyecto». Así que Dick, Ed y yo le llevamos la maqueta. Wexner la miró, y le dijo al presidente: «Ed, ¿cuánto quieres?». Ed le pidió 25 millones, y aceptó. «¿Sabes por qué te doy el dinero?», dijo. «Porque la gente de Ohio va a odiar este edificio». Básicamente, lo que quería decir era que a él no le gustaba nada, nunca le gustó. Pero fue una gran ayuda, y pudimos construirlo maravillosamente. Y para el Aronoff tuvimos un cliente similar, un republicano de derechas, líder del Parlamento de Ohio, que quería una representación diferente. Y así nació el Aronoff Center, un edificio muy interesante.
Paisajes de la memoria
En Berlín, podría decirse que Helmut Kohl fue el cliente del Memorial, aunque luego fuera sustituido por Gerhard Schröder, que inicialmente estaba en contra. Era el año del Mundial de Fútbol, y le dije a Kohl: «Si Alemania gana el Mundial, tú ganarás las elecciones». Alemania no ganó el Mundial… y él perdió las elecciones. Así que el proyecto se quedó en punto muerto. Sin embargo, Martin Walser, un escritor, crítico y filósofo alemán, ganó un premio de la paz, y en su discurso de aceptación dijo: «Estoy en contra del Memorial, ya hemos dado suficiente dinero a esos banqueros de Haifa». Estas declaraciones generaron una enorme indignación: de repente, el antisemitismo había asomado la cabeza en Alemania a propósito de este proyecto, y por eso las comunidades judías se posicionaron a favor de su construcción. Schröder se rindió al populismo judío, y tuvo que apoyarlo, así que inesperadamente el proyecto renació. Hicimos tres versiones diferentes. Michael Naumann, que era ministro de Cultura, lo sacó de la Cancillería y lo llevó al Senado: lo hizo ley. Tuvieron que votar entre el Eisenman I, el Eisenman II o el Eisenman III. Uno de los tres. A nadie le importaba cuál. Por ley, se tenía que construir.
Sin embargo, una vez que se construyó el monumento, creo que la cuestión sobre qué conmemora ha dejado de tener tanta importancia. La gente toma el sol ahí, y hace picnics, todo tipo de actividades. Es un sitio donde la gente se reúne. Yo quería normalizar la idea del Holocausto. Quería que fuera algo cotidiano. Para que el pequeño Hans —el Memorial lo visitan miles de escolares— volviera a casa de su abuelo, que podría haber estado en las SS, y cuando este le preguntara: «¿Qué tal, Hans?», Hans pudiera decir: «Hoy he ido de excursión al Memorial del Holocausto», y el abuelo respondiera: «¡Aaah!». Eso es lo que yo quería conseguir, la capacidad de los niños y de la gente de hablar de todo esto como algo cotidiano… «¡Fui al Memorial del Holocausto y lo pasé fenomenal!».
En el concurso del World Trade Center, el promotor del conjunto llegó antes de que se hubiera tomado la decisión final, miró nuestro proyecto y dijo: «Yo no voy a construir esto… Me da lo mismo lo que digan otros; no es rentable y no lo puedo construir». Y así fue. Era miembro del jurado, así que no teníamos nada que hacer. Si juegas en las grandes ligas de este tipo de concursos, tienes que estar preparado para perder, para no ganar. Y perdimos varios proyectos que de verdad queríamos hacer… Nunca pude ver el Quai Branly; me hubiera encantado construirlo. Quería construir el Max Reinhardt; y mi cliente también quería construirlo. Sin embargo, tuvimos que hacer seis o siete versiones del Cardinals Stadium, porque nadie quería esa maldita obra en su ciudad. Lo propusimos en seis sitios diferentes. Y por fin pudimos construirlo. De modo que las historias detrás de aquello que construimos, incluida la de esta Ciudad de la Cultura, son mucho más interesantes que los relatos principales, y rara vez las escuchamos.
Entre el ‘Zeitgeist’ y el ‘genius loci’
En los últimos quince años he sido muy activo publicando, pero por muchos libros que haya escrito, no tengo aún mi Complejidad y contradicción de Bob Venturi, ni mi Arquitectura de la ciudad de Aldo Rossi, ni mi Delirious New York de Rem Koolhaas. Y aunque, como decía Tafuri, es necesario construir, si no tienes tu libro, en mi opinión, todavía no tienes tu sitio. Gente que admiro, como Venturi, Rossi, Koolhaas, todos tienen su libro. Todos lo tienen. Los edificios tendrán que suplir el mío, porque quizás nunca lo tenga. Escribir ese libro será parte de mi trabajo final. Y si me preguntas cómo será ese libro… todavía no me he centrado en él.
Hoy, hablando de arquitectura, estoy en contra tanto del Zeitgeist como del genius loci. ¿Puedo definir la alternativa? Para mí, la idea del ‘otro’ es la idea dominante. Siempre lo he sentido, desde aquella primera vez cuando aquel niño me dijo que no podía jugar conmigo, que yo era el ‘otro’. Antes usaba el psicoanálisis como si fuera un barco en la niebla. Había dos sirenas, dos bocinas, una en cada lado. Y yo viraba hacia una o hacia la otra, sin acercarme demasiado a ninguna de las dos, quedándome en el medio, buscando al ‘otro’, para estar en paz con ello. Lo que aprendes con el psicoanálisis no es que te puedes curar; lo que aprendes es a aceptar lo que no se puede curar, aprendes a no exigir la cura. Yo no estoy curado.