Sí, claro que amamos la casa, en lo que tiene de más antropológico, ya que no en vano somos deudores de esa tradición fenomenológica que pone en cuestión el espacio indiferenciado de la modernidad, reclamando el retorno a la singularidad del lugar, un tránsito que en el ámbito de la habitación conduce desde el alojamiento homogéneo y uniforme que llega al paroxismo en los proyectos de Hilberseimer hasta la casa elemental de los dibujos de los niños y los textos de Bachelard, una casa con sótanos ominosos y desvanes oníricos, con ventanas y puertas que se abren y cierran como ojos y bocas, y todo ello enredado alrededor del fuego del hogar y extendido a través de la naturaleza domesticada del jardín, porque la experiencia de habitar, más allá de lo que Adorno llamó ‘jerga de la autenticidad’, despierta emociones esenciales y apela a un tiempo orgánico que se compadece mal con los ritmos mecánicos de la modernidad paradigmática, y con su espacio indefinido e interminable.

Y sí, claro que odiamos la casa, como expresión caprichosamente tuneada de una individualidad ficticia y como rechazo nostálgico o arcádico de la condición colectiva de una sociedad industrial o postindustrial, pero igualitaria y de masas, esa casa que desde Jefferson hasta el Broadacre de Wright, con la ayuda imprescindible del automóvil, ha creado la suburbanización contemporánea, primero en Estados Unidos y después en el resto del mundo, con consecuencias sociales y ecológicas devastadoras, porque sustituye la diversidad estimulante de la ciudad compacta por una anomia fragmentada y estéril, consume vorazmente el territorio y pone una presión inmoderada sobre recursos escasos como el agua y la energía, por no hablar ya del coste que supone la construcción de infraestructuras extensas y del peaje en combustible, tiempo y calidad de vida que los interminables desplazamientos suponen, pese a lo cual los medios la promueven como una golosina o una droga.

Las doce publicadas aquí son todas ellas casas singulares, que rehúsan aceptar la convención cansina para convertirse en laboratorios de arquitectura, acaso siguiendo el consejo que a los jóvenes de entonces nos daba el maestro Alejandro de la Sota, que juzgaba indigno poner el talento del arquitecto al servicio de los sueños de un individuo, y aceptaba el proyecto de la casa sólo como ocasión para ensayar disposiciones o materiales que hubieran de emplearse después en obras de mayor dimensión o contenido colectivo, y es precisamente esa rigurosa condición experimental la que justifica la enorme inversión de esfuerzo, tiempo y conocimiento, además de sensibilidad, que todas ellas manifiestan, y también la que redime a sus autores por el uso de este tipo fascinante y aborrecible, obsoleto y eterno, enemigo de la complejidad urbana y a la vez soporte de la habitación primordial, esa casa que no podemos celebrar pero sin la que no sabemos vivir.  

Luis Fernández-Galiano


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