Bruno Latour ha sido uno de los últimos ejemplares de una especie en peligro de extinción: el intelectual. En concreto, un ejemplar de una clase de tal especie: el intelectual francés. Y, ya empeñados en la taxonomía, un ejemplar de una subclase más sesgada, más confusa y acaso más dudosa: la de los intelectuales franceses que gustan a los arquitectos y consiguen infiltrarse en los congresos y las revistas de la disciplina.
En esto, Latour no fue el primero, sino más bien el eslabón último o penúltimo de una cadena de pensadores franceses con influencia en la arquitectura. Una cadena que había comenzado con Bachelard y Merleau-Ponty en los tiempos de la fenomenología y el existencialismo, había seguido con Foucault y Barthes en los años del estructuralismo y la semiótica, y había acabado entroncando con Derrida y Deleuze cuando se puso de moda la deconstrucción y el poshumanismo.
Si Latour no fue el primero del género intelectual-francés-que-interesa-(por un tiempo)-a-los-arquitectos, sí fue uno de los primeros en aceptar con lucidez las implicaciones intelectuales de uno de los grandes problemas de nuestro tiempo: la crisis medioambiental. Lo hizo con una perspectiva fría pero comprometida, alejada del romanticismo new age tanto como del negacionismo à la Trump, y que se sostenía en una constatación polémica: «Nunca hemos sido modernos». ‘Modernos’ en el sentido de haber superado las dos dicotomías platónicas que, a su juicio, estructuran el pensamiento occidental: el objeto contra el sujeto, la sociedad contra la naturaleza.
Para Latour, no se trataba solo de que estas dicotomías no se reconociesen como lo que, en su opinión, eran: rémoras ideológicas. Se trataba, en rigor, de que nos volvían incapaces de pensar los problemas inéditos a los que deben enfrentarse las sociedades contemporáneas y que tienen que ver, precisamente, con objetos difíciles de asociar a uno de los dos extremos de la polaridad clásica. Por ejemplo, un virus de laboratorio, el agujero de ozono, los cíborgs, la atmósfera recalentada… Objetos que no son ni puro artificio ni naturaleza pura, sino otra cosa ‘entre’. Los objetos que, con humor tolkieniano, Latour adscribió al ‘Reino Medio’, el reino de lo híbrido.
Pensar lo híbrido —lo insoportablemente interrelacionado, lo real— fue el propósito que Latour acometió en los libros que fue publicando a lo largo de su larga y polémica carrera. Desde sus, más bien ilegibles, estudios de metodología científica, o el Nunca fuimos modernos (1991) que le hizo célebre, hasta los últimos, más ensayísticos y descifrables —Latour llegó a ser buen escritor—, como ¿Dónde aterrizar? (2018), en el que analiza las implicaciones políticas del cambio climático, o ¿Dónde estoy? Una guía para habitar el planeta (2021), que es una suerte de versión de la Metamorfosis de Kafka en la que el escarabajo, que se despierta tras la pesadilla de la covid, somos todos nosotros.
Con su peculiar jerga, Latour conminaba en estos libros a distinguir menos entre sujetos y objetos que entre ‘humanos’ y ‘no humanos’; a tomar conciencia del carácter ideológico y aun político que inevitablemente tiene toda disciplina humana; y, sobre todo, a ‘resituar’, ‘recolocar’ o ‘aterrizar’ sobre un plano cercano la frágil y ligeramente achatada esfera en la que vivimos.
De por sí crípticos —nuestro hombre era, a fin de cuentas, un intelectual francés—, los términos de Latour se han desvirtuado muchas veces, sobre todo cuando han caído en manos de sociólogos, periodistas y profesores de arquitectura. Pero esto no resta crédito al mensaje fundamental del filósofo, que resulta meridianamente claro en cuanto se limpia de aderezos tecnicistas: solo hay un mundo bajo la atmósfera, el mundo en el que vivimos y con el cual estamos profunda, inevitablemente, entrelazados. De ahí nuestra responsabilidad… ¡Cuidémoslo a él para cuidarnos a nosotros!