Tras la muerte de su último gran arquitecto, Viena está de luto. En su próspera decadencia, la ciudad ha dejado muy lejos su época de metrópolis cultural —los tiempos que un vienés de adopción, Karl Kraus, definió como «los últimos días de la Humanidad»—, pero sigue recordando la importancia que en aquel horno a presión de principios del siglo XX había tenido la arquitectura, una importancia muy bien descrita por Kraus al refererirse a sí mismo: «Adolf Loos y yo no hemos hecho otra cosa sino mostrar que entre una urna y un orinal existe una diferencia, y que es en esta diferencia donde la cultura tiene su espacio».
Hans Hollein era de aquellos que sabían distinguir entre una urna y un orinal. Nacido en 1934, su etos sintonizaba, en realidad, con aquel ‘mundo de ayer’ glosado por Stefan Zweig y caracterizado por un nihilismo a caballo de la filosofía moral y el refinamiento plástico. Por ello, Hollein no sólo era el arquitecto de Viena; era propiamente Viena. Como escribía Luis Fernández-Galiano hace casi treinta años en una semblanza donde evocaba la sensualidad firme de sus «manos delicadas y gruesas» y el simbolismo de su «jersey lleno de agujeros», Hollein representaba la «sensibilidad ante el diseño de interiores y de objetos» de acuerdo a una tradición que, remontándose a Josef Hoffmann y Adolf Loos, había quedado interrumpida por la modernidad (véase AV Monografías 15).
Por las fechas en que se le describía así, el arquitecto acababa de recibir el Premio Pritzker precisamente por este polifacético inconformismo vienés, que había demostrado en una trayectoria ecléctica, amplia, centrada en la pequeña escala y que abarcaba desde el diseño de teteras, joyas y gafas hasta pequeños edificios formalmente provocadores pero sensualmente materiales, como la tienda de velas Retti (1966) —una suerte de arco de triunfo forrado con aluminio anodizado— y también la Joyería Schullin (1974), en cuya fachada hendida por una irónica grieta convivía un primoroso aplacado de granito con marcos de latón exquisitamente dorados.
Desde los inicios de su carrera, Hollein sorprendió por la libertad con que aludía sin prejuicios a la historia de la arquitectura y por su capacidad para dar valor simbólico —en la mejor tradición loosiana— a los materiales más humildes: el latón, el aluminio, los plásticos. Hollein también sorprendía, más bien escandalizaba, por la violencia de sus desmentidos al funcionalismo moderno («la arquitectura no surge de la función; es la función la que se adapta a la arquitectura»), y por su confianza mesiánica en que la disciplina volvería ser, como antaño, un arte formal puro. Fueron ideas apuntaladas con edificios rotundos como el Museo de Arte Moderno de Frankfurt o el Museo Abteiberg, puentos en marcha poco antes de que se le otorgase el Pritzker en 1985, y a los que seguiría su obra más emblemática en Viena, la Haas Haus, heredera probable de los cercanos almacenes Goldman & Salatsch de Loos, pero cuya volumetría ciclópea y barroquismo le hicieron merecedora de críticas que derivaron incluso en amenazas de muerte para el arquitecto (Hollein, como en su momento Loos, recibió cartas anónimas que, con una impecable cortesía vienesa, le invitaban a arrojarse desde el ático de su recién terminado edificio).
A partir de entonces, la carrera de Hollein como enfant terrible fue ganando en cantidad y alcance geográfico lo que perdía en fuelle creativo. El mimo al detalle y la sabiduría formal que en el Graben vienés habían dado pie a edificios deslumbrantes no servían en Teherán o Lima más que para producir construcciones anémicas. Parecía como si Viena no fuera para Hollein —como antes para Loos y Kraus— sólo un contexto vital, sino el único centro de gravedad de su obra. Muy lejos del Ring, trabajando para la globalización icónica en la que todos los gatos son pardos, Hollein sentía quizá añoranza de una cultura apasionadamente local, pero capaz de distinguir, sin dudarlo, entre urnas y orinales.