Sostenibilidad 

Paradigmas sostenibles

Sombras de la arquitectura medioambiental

Eduardo Prieto 
31/03/2019


La energía se ha convertido en uno de los grandes temas de la arquitectura. No sólo porque las legislaciones y normativas sean cada vez más exigentes en lo que toca a los estándares de confort y a la reducción del consumo, sino porque el trato con la energía ha dejado de ser una cuestión de especialistas para convertirse en una exigencia casi moral que atañe tanto a los arquitectos como a todos los ciudadanos.

Acelerado en las dos últimas décadas, este proceso ha coincidido con el del nacimiento y auge de un término que los economistas, los sociólogos, los políticos y los tecnócratas invocan como si se tratara casi de una palabra mágica: ‘sostenibilidad’. Se habla de ‘desarrollo sostenible’, de ‘sociedad sostenible’, incluso de ‘cultura sostenible’; y por supuesto se habla ‘ también de ‘arquitectura sostenible’, una expresión que esconde diversos matices, algunos de ellos turbios.

Aplicado a un edificio o a una ciudad, ‘sostenible’ es un adjetivo que tiende a englobar la terminología que, desde mediados del siglo xx, los arquitectos han empleado para describir la relación de las construcciones con el medioambiente. Abarca, para empezar, el vocablo ‘ecológico’, popularizado en la década de 1970 con ocasión de la paranoia producida en Occidente por la primera gran crisis energética. También comprende ‘bioclimático’, término inventado por Victor Olgyay en 1951 para describir la arquitectura que se relaciona adecuadamente con su entorno a través de la orientación, la construcción y el tipo, y que sabe aprender de las soluciones vernáculas. Y, si viajamos más atrás, también engloba calificativos como ‘higiénico’ o ‘solar’, que fueron los preferidos de los adalides del Movimiento Moderno.

El paradigma de la sostenibilidad incorpora los anteriores paradigmas (higiénico-solar, bioclimático, ecológico), a la vez que añade matices de calado, que están relacionados con la posibilidad de cuantificar de manera rigurosa la cantidad de energía que consume y gasta un edificio, así como la que queda embebida en sus materiales durante la construcción, la que fluye por él en cuanto espacio metabólico y la que se gasta en mantenimiento a lo largo de su vida útil.

Se trata de una ampliación necesaria y potencialmente beneficiosa, pero que, por su condición cuantitativa o casi podríamos decir que ‘contable’, presenta riesgos intrínsecos, en la medida en que pueda hacer del proyecto una especie de cálculo determinista, y en la medida también en que pueda convertirse en una excusa para explotar, sin más, nichos de mercado inéditos. Una excusa, en fin, para hacer negocio con las certificaciones, sellos y marcas emitidos por entidades presuntamente independientes que, como no suelen dar cuenta de aspectos tan esenciales como el tipo, la forma o el modelo urbano, no pueden garantizar a la postre ni la sostenibilidad real de los edificios ni mucho menos aún su calidad funcional o estética.

El peligro, por tanto, es que el calificativo ‘sostenible’, y sus equivalentes aún más pretenciosos y mercadotécnicos como ‘consumo cero’ o ‘cero emisiones’, puedan llegar a convertirse en una coartada para justificar arquitecturas que no tienen valor más allá de las prestigiosas y caras certificaciones medioambientales que llegan a ostentar. 


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