La modernidad más radical no aspiró tanto a renovar la arquitectura cuanto a destruirla. Fue un proyecto que acometieron en primera instancia los futuristas obsesionados por convertir los edificios en atmósferas de aire y energía. Fracasada su utopía de disolución, por un tiempo se mantuvo en el limbo de los manifiestos, hasta que en las décadas de 1960 y 1970 resucitara por medio de Banham, Price, Hollein y Archigram y sus visiones coloridas, hippies y radicales que, sin embargo, había tenido un precedente inmediato y distinto: la familia de rara avis tecnófilas pero no menos radicales que, fascinadas por la cultura de la comunicación, se entregaron al sueño de la posarquitectura. Una familia a cuyo frente —formando como una Santísima Trinidad de la heterodoxia moderna— estuvieron Constant Niewenhuys, Richard Buckminster Fuller y Konrad Wachsmann.
El crítico e historiador Mark Wigley ha dedicado buena parte de su fecunda carrera a rescatar la vida y obras de esas tres personas del verbo posarquitectónico. Primero, con Constant’s New Babylon: The Hyper-Architecture of Desire (1998); después, con Bucky Inc.: Architecture in the Age of Radio (2015); y ahora con su también excelente Konrad Wachsmann’s Television. Post-architectural Transmissions (2020), un libro con formato micro pero ambicioso, que ilumina la trayectoria del arquitecto alemán a la luz de su poderosa personalidad, sus obras y sobre todo desde su influencia en los jóvenes, que encontraron en él el vocero de una arquitectura por venir: una arquitectura construida con tornillos pero también con ondas electromagnéticas y en la que las pulsiones de la autoría se disolverían —ese gran sueño tecnocrático— en el juego de necesidades colectivas.
Para cartografíar el complejo mundo de Wachsmann, Wigley recurre a la televisión en un sentido literal y metafórico. Literal en la medida en que Wachsmann supo detectar pronto el papel de la comunicación por ondas en las sociedades contemporáneas y postuló una arquitectura acorde con ella: una arquitectura de la fluctuación y el intercambio constante de opiniones, una arquitectura obsolescente y desmaterializada, es decir, una antiarquitectura. Y metafórica por cuanto las propias obras, escritos y persona de Wachsmann pueden entenderse como una pantalla de datos cambiante cuya recepción por parte de la audiencia ha sido, cuando menos, dispar.
Con esta doble valencia televisiva, el autor elabora un relato que es también doble. Por un lado, presenta con gran acopio de datos a Wachsmann como heredero de Paxton y maestro de la construcción prefabricada, dando cuenta tanto de sus estudios con cerchas tridimensionales —la Mobilar Structure o el Hangar Air Force— cuanto de sus indagaciones con estructuras cableadas, como el California Civic Center. Por otro lado, dibuja los perfiles del Wachsmann pensador y agitador a través de sus manifiestos, clases y charlas: un Wachsmann en diálogo con una época en el que el medio se estaba convirtiendo en mensaje.
Merced a esta hábil combinación de enfoques metodológicos, y pertrechado de una prosa diáfana, Wigley saca a Wachsmann de entre los muertos, aunque no está claro si el optimismo tecnocrático y social del alemán, y su tan demoledora como ingenua visión de la arquitectura, casan del todo con unos tiempos, los nuestros, en que sabemos bien que los medios de comunicación pasados por el Leviatán digital no son ya un instrumento de emancipación, sino de simple dominio.