J. M. Coetzee se pregunta con sorna dónde está el interés de la Obra de los pasajes, un libro que trata de las compras en el París del siglo XIX. Es una reflexión que acaso se hacen también los que, atraídos por el lustre post mortem dado a Benjamin por toda la industria cultural que se ha montado sobre sus escritos, intentan descifrar las páginas de este dédalo de citas y reflexiones, pero al poco acaban renunciando al fatigoso empeño.
Y resulta comprensible: el también llamado Libro de los pasajes es un mamotreto de difícil digestión. No tiene argumento, pues el ensayo introductorio en el que Benjamin explicaba su proyecto se ha perdido. Tampoco posee, en verdad, título, pues su autor no fue más allá de rotular sus miles de apuntes recopilados en París entre 1927 y 1940 con un ‘Notas y materiales’. Y en puridad ni siquiera es un ‘libro’, sino un collage confeccionado por los editores de las Obras completas de Benjamin, Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser, ayudados en este menester por quienes fueron confidentes del filósofo, Gershom Scholem y Theodor W. Adorno.
Esto explica por qué, siendo como es injusta, la pregunta de Coetzee resulta pertinente. No sólo porque enfrentarse al inconexo libro implica hacerlo con el mismo interés y paciencia con los que el arqueólogo desentierra la ruina (y no todo el mundo tiene el mismo aguante); también porque con nadie mejor que con Benjamin se cumple unas de las leyes no escritas de nuestros tiempos: no hay libros más influyentes que aquellos que no se leen.
No sabemos si gracias a la espléndida edición en dos tomos publicada ahora por Abada la Obra de los pasajes empezará a ser leída en español y por tanto comenzará a perder influencia. Pero aunque así ocurriera habría merecido la pena, pues sería síntoma de que Benjamin habría bajado por fin del vacuo pedestal en el que se le ha forzado a subir; un pedestal que se debe al desconocimiento de su obra y desde el cual se le reverencia como profeta de todos los fenómenos de la globalización: desde los centros comerciales hasta la estetización de la mercancía, pasando por el difícil lugar del arte en un contexto ultratecnológico.
En España, país como pocos de los eruditos a la violeta, la mitificación y mistificación de Benjamin ha sido tan grande que exigía, como contrapartida, la publicación en castellano de sus Obras Completas. Este proyecto titánico y ya casi completado se debe a Juan Barja, y a él pertenece también esta edición de Passagen-Werk. No es que El libro de los pasajes resultara un desconocido para el lector español: en 2005 Akal publicó la meritoria primera traducción directa del alemán a partir de la edición canónica de Tiedemann, que es la que sigue también Abada. Pero el Benjamin que nos presenta Barja en su impecable traducción resulta más cercano, amén de más comprensible gracias al formato del volumen (que es el del original alemán), a las notas que aclaran muchos pormenores, y al extenso y revelador epistolario del propio Benjamin.
Pero todo este despliegue debería servir para responder una pregunta que quizá no tiene respuesta: ¿de qué va la Obra de los pasajes? Por supuesto, no va sólo de las compras en el siglo XIX, sino de otros asuntos: las catacumbas, el tedio, la haussmanización, las barricadas, Baudelaire, el flâneur, los panoramas, los espejos, la luz artificial, Marx, la fotografía, la arquitectura del hierro, los autómatas, Victor Hugo, la Comuna, el Sena y, claro está, los pasajes. En este sentido, el orden del libro es como el de aquella taxonomía arbitraria que Borges adjudicara a una enciclopedia china, y está formado por temas heterogéneos que el autor utiliza como puertas traseras para acceder a dimensiones ocultas del pasado.
Unos dicen que lo que Benjamin pretendía con este inagotable acopio de materiales era construir una filosofía materialista de la historia. Otros que es una indagación en la Revolución Industrial. Los hay incluso que ven en el libro una alternativa a las narraciones canónicas de la arquitectura moderna. Todos están en lo cierto y ninguno lo está. Para comprobarlo basta perderse en estas miles de minuciosas notas que Benjamin guardó en una maleta antes de ser tragado por la misma historia que estaba empeñado en descifrar.