Mutaciones del patrimonio
Como si se tratase de palimpsestos, las construcciones que sobreviven al ciclo vital de sus habitantes guardan siempre el testimonio de sucesivas presencias. Los ejemplos son innumerables pero, por citar algunos característicos, mencionaría los templos, sucesivamente ocupados por pueblos de nuevos credos y culturas, o las ciudades, antes dominadoras, y habitadas después por sus invasores. Todo ello a costa de numerosos cambios y adaptaciones.
Estos procesos extremos aunque habituales y tantas veces trágicos en su repercusión humana, nos han dejado en el territorio de la expresión artística testimonios emocionantes, como el templo griego de Siracusa convertido en catedral católica, o la gran mezquita cordobesa cuyo interior alberga una construcción renacentista. Ello supondrá no pocas mutilaciones —si lo valoramos desde posiciones puristas— aunque sea, en realidad, lo que dota de un nuevo sentido a los elementos originales. Por eso, la arquitectura, desde su acervo cultural y desde razones no siempre estrictamente económicas, ha contado históricamente con los medios para adecuar todo tipo de construcciones a nuevos contenidos funcionales y simbólicos.
Sin embargo, los criterios puristas introducidos a partir del siglo XIX con pretensiones cientificistas y racionalistas, aunque nos hayan permitido conservar importantes monumentos, muchas veces nos han privado también, en su afán por recuperar el tiempo perdido y eliminar selectivamente las huellas de su pasado, del testimonio vital del propio edificio.
Pero también es cierto que la naturalidad con la que antes de la modernidad se producían ese tipo de transformaciones, ahora añoradas, no resulta ya posible, pues nuestra condición moderna se basa en una ausencia de principios comunes que sólo puede ser paliada por el conocimiento personal y por la conciencia de la temporalidad. Esto nos lleva hacia posiciones llenas de matices en las que no caben fórmulas apriorísticas y que, a menudo, se sitúan equidistantes tanto de las razones del pasado como de las del racionalismo decimonónico.
Por esa razón, aunque podamos estar en contra de tanta normativa absurda y de la creciente imposición de un conservadurismo con el que se pretende dar cabida a supuestas demandas populares, no podemos justificar cualquier proyecto de intervención sobre lo construido en el ‘contraste’ o en la simple voluntad de ‘dejar la huella’ del arquitecto que interviene. Todo esto no tiene nada que ver con el proceso de apropiación cultural al que me acabo de referir.
En ese sentido, aunque la intervención sobre lo construido no sea radicalmente diferente de cualquier tipo de proyecto, requiere más que en otros de una doble reflexión: una general, sobre la naturaleza de la arquitectura moderna frente a la del pasado; y otra particular acerca del propio edificio en el que se interviene. Y ambas desde una mirada contemporánea que, sin ser meramente subjetiva, no presuma tampoco de una objetividad basada en un supuesto apoyo científico o normativo.
Al cabo, una intervención sobre el patrimonio es sobre todo un proyecto, con lo que ello supone de conocimiento y opción personal, sólo que operado, en este caso, sobre una herencia que no debe ser malgastada sino, en todo caso, acrecentada.