Opinión 

Modernidad y patrimonio

A favor de la arquitectura anónima

José Ignacio Linazasoro 
30/11/2013


Debido en parte a la crisis económica, que ha azotado especialmente a los arquitectos, el trabajo sobre el patrimonio ha vuelto a cobrar interés; se ve como salida en un momento en el que paradójicamente el desinterés por la historia en sentido operativo y por la reflexión en general acaso han alcanzado un grado superlativo.

En los últimos tiempos parece haberse producido un resurgimiento de las posiciones más aparentemente conservadoras de la arquitectura, que ahora adquieren un tono populista y a favor de la corriente, porque para algunos pueden constituir un simple remedio a la crisis de los encargos ‘mayores’. Esto se viene comprobando tras la ‘resurrección’ de algunos representantes del posmodernismo más radical que vuelven a reeditar sus textos, esta vez añadiéndoles un toque de ecologismo para ‘ponerlos al día’ (véase ‘Manual del alcalde moderno’, Arquitectura Viva 156). Propugnan de nuevo un tradicionalismo de imagen que prescinde de cualquier sesgo de modernidad, pero que goza de la aprobación de organismos vinculados a la llamada ‘defensa del patrimonio’, habituales hoy en Europa.

Otro frente quizá más sólido desde el punto de vista intelectual es aquel que pretende hacer de cualquier intervención en edificios históricos una cuestión ‘científica’ (véase ‘A vueltas con el patrimonio’, en el número de Arquitectura Viva arriba mencionado). En este grupo se incluirían un buen número de arqueólogos e historiadores para los que el final de la historia parece haber llegado ya, y que se basan por eso en las ‘leyes del monumento’ como única directriz a la hora de intervenir, ignorando que muchas veces esas supuestas leyes no son sino el resultado de una historia llena de contradicciones.

Además de estas posturas estarían las rechazables operaciones de ‘contraste’, producidas con naturalidad en otros periodos históricos, pero que hoy, con los conocimientos que tenemos sobre la materia y el peso inexorable que la historia tiene sobre nosotros, no resultan ya asumibles. Tampoco las leyes del Patrimonio han hecho demasiado por clarificar este tipo de problemas; más bien todo lo contrario, dada su condición refractaria a la pluralidad inherente a los edificios históricos (en sí mismos palimspestos), y su muchas veces incongruente afán controlador.

Con todo, sigue siendo posible plantear alternativas tanto al posmodernismo camuflado como al excesivo prurito conservador. Los edificios que se realizaron durante la reconstrucción en la posguerra europea supieron resolver desde posiciones intelectualmente valiosas la inserción de nuevas construcciones en recintos consolidados, la restauración de múltiples edificios dañados por la guerra —como en el caso ejemplar de la Alte Pinakothek de Múnich de Hans Döllgast— o simplemente necesitados de rehabilitación, como tantas obras de Scarpa, Albini o BBPR. Para ello no se abandonaron los presupuestos de la modernidad: la adecuación a las técnicas constructivas, la introducción de nuevos materiales si eran necesarios, o el uso de códigos figurativos contemporáneos. Hasta operaciones realizadas en el límite, como las Casa delle Zattere de Gardella, nunca quebraron los principios modernos. Tal vez una de las principales características de estas obras resida en su discreción, algo hoy en día difícil de encontrar.

Sin ánimo de caer en nuevas ‘recetas’ ni glorificar tiempos pasados, me parece que el momento de la posguerra europea y el debate sobre las preexistencias en Alemania y en Italia se presenta ahora como un modelo de equilibrio. Detrás de los mejores ejemplos estuvieron arquitectos de talento como los ya citados, pero también otros menos reconocidos, autores de una arquitectura anónima visible aún en muchas ciudades alemanas e italianas. Es precisamente esta arquitectura más o menos anónima la que configura el tejido urbano y hace posible la conservación de nuestro pasado.


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