La Rusia de hoy no es lugar para el arte contemporáneo. Al igual que en la época soviética, el Estado sigue teniendo la prerrogativa de conservar y difundir las creaciones del pasado, pero son pocas las iniciativas que hagan lo propio con las del presente, a no ser que, como reconoció hace meses el ministro del ramo, se trate de «un arte patriótico». Por eso, la decisión de convertir la Galería Garage —patrocinada por el magnate Roman Abramóvich y dirigida por su mujer, Dasha Zhúkova— en un museo permanente es una buena noticia para arte de aquel país. Lo es más si el Garage de Moscú (que algunos consideran el museo privado más importante inaugurado en Rusia desde 1917) es obra de un arquitecto como Rem Koolhaas, que ha encontrando en el encargo una buena oportunidad de seguir explorando la arquitectura de los museos (apenas tratada a lo largo de su carrera) y reivindicar de paso la arquitectura soviética, uno de sus muchos y aparentemente incompatibles entre sí objetos de admiración. De hecho, Koolhaas y Zhúkova han elegido como sede del museo un inmenso restaurante de la década de 1960, que en su día frecuentó la nomenklatura, y que llevaba más de veinte años abandonado. Ahora, este amplio y poderoso edificio de hormigón armado se ha revestido con dos hojas de policarbonato traslúcido, y se ha transformado para albergar la mejor colección de arte ruso de los últimos cuarenta años, así como un importante archivo, un cine y un auditorio frecuentados ya por los sectores más inquietos de la capital rusa.