«Diseñado por Apple en California. Fabricado en China.» La base del ordenador portátil que estoy utilizando para escribir estas líneas contiene estas palabras junto con el nombre del modelo, el número de serie y otros datos. Y esto es curioso, porque hasta no hace tanto en un producto, por lo general, sólo se indicaba dónde se fabricaba. Sin embargo, ahora parece tan importante, si no más, decir dónde se diseña. ¿Acaso lo es porque la lista de los países donde todavía se fabrican cosas se ha reducido a un puñado, lo cual exige nuevos criterios para distinguir un producto de otro? ¿Significa esto que el diseño es cada vez más la base sobre la que los bienes y lo servicios compiten en la economía global, confirmando la supremacía de la forma sobre el contenido? De una manera curiosa, mi portátil no dice en qué país se diseñó, sino en qué Estado: California, nada menos. ¿Cuá sería la diferencia si hubiese sido diseñado, pongamos por caso, en Massachusetts? Quizá el dato no tenga otra intención que transmitir el sueño californiano y las buenas vibraciones a él asociadas. Californication über alles.
En las escuelas se enseña que una de las diferencias entre la arquitectura y el diseño es que aquella es contextual, mientras que este es, en principio, global. Sin embargo, tampoco esto está claro. Mientras que el mismo producto de Apple puede encontrarse en cualquier lugar del mundo, la identidad de marca está fuertemente vinculada a una cultura específica. De hecho, las marcas globales tienden cada vez más a incluir topónimos, aprovechando el prestigio que los lugares por sí mismos son capaces de dotar al producto. Piénsese en ‘Custo Barcelona’ o ‘DKNY’.
Como su nombre indica, el nuevo Disseny Hub de Barcelona es un edificio cuyo programa es afirmar la centralidad de la capital catalana en el mundo del diseño. Pero, contra lo que pudiera esperarse, no es un edificio-objeto de diseñador, como otros de la zona, sino que forma parte de una infraestructura urbana concebida para albergar un programa de diferentes actividades —un museo de diseño, la sede de FAD, una biblioteca— y para mediar entre barrios, topografías y corredores de transporte, entre los cuales el más notorio es un viaducto elevado. Proyectado por MBM, el edificio DHUB está compuesto por dos elementos principales, uno encima de otro: un volumen grande y enterrado que contiene oficinas y una gran sala de exposiciones; y un elemento más alto y escultural, que alberga una zona expositiva más pequeña, y un auditorio. Recordando al Club Rusakov de Mélnikov en Moscú, el volumen que contiene el auditorio se lanza en voladizo sobre el viaducto, invadiendo, sin tocarlo, el espacio público. La ‘grapadora’ —así se le conoce por los barceloneses— es un elemento escultural, una especie de capucha que cubre el volumen inferior, que es mucho más grande y discreto. El exagerado voladizo fue pensado en origen para sostener una gigantesca pantalla LED, que podría ser vista desde el viaducto. Entretanto, este ha sido condenado a la demolición, lo cual podría también eliminar, a la postre, la razón de ser del voladizo, un hecho que demuestra que, igual que un ordenador puede emanar vibraciones regionales, la arquitectura también puede seguir siendo específica, aunque sea a costa de su propio contexto.