Uno de los momentos más entrañables de mi vida tuvo lugar cuando pasé fugazmente por Madrid en el verano de 1991. Alejandro de la Sota me hizo saber que le gustaría que fuera a visitarlo a su estudio de Bretón de los Herreros. Aunque su estado de salud era ya más bien precario, me recibió con la máxima cortesía y cordialidad. Estuvimos conversando tranquilamente en francés durante aproximadamente una hora, y luego me fui. Me dio la impresión de que el maestro había encontrado en mi visión de la arquitectura una especial afinidad con la suya, y que había querido dármelo a entender ofreciéndome una bendición muda, algo así como un gesto al pasar. No me cabe imaginar mayor honor. Cuando miro hacia atrás me parece un momento dorado, espontáneo, tocado por esa sensación de verdad que siempre se manifiesto en su obra... [+]