Lecturas cívicas
Bibliotecas públicas en España
Las bibliotecas son tal vez los edificios que mejor fama han tenido en Occidente. Es probable que hayan sido asimismo los más útiles; y en cualquier caso nadie les discutirá su desempeño como símbolos de toda una cultura, si no es que de toda una civilización. Para nuestra civilización —o para la parte más memorable de ella—, los libros fueron las pantallas que difundían las luces de la razón, por eso las bibliotecas se soñaron como utopías dibujadas —la Bibliothèque Royale de Boullée— y utopías literarias —la borgiana biblioteca de Babel—, al tiempo que se construían bajo la forma de ‘bibliotecas nacionales’, esos depósitos bibliográficos y monumentos patrióticos de los que no ha querido prescindir ninguna capital del mundo.
La fama o, al menos, el respeto benemérito que nos siguen mereciendo, no quita para que las bibliotecas estén en trance de convertirse en objetos anacrónicos. Para las generaciones educadas en el acceso fácil, indiscriminado y superficial a la información de las redes, los libros pueden llegar a ser solo los mudos y decorativos objetos que envuelven las habitaciones de algunas casas, o bien el contenido un tanto monstruoso —por ser físico, por pesado— que se atesora en ciertos edificios solemnes. Si el conocimiento útil no está en los libros, tampoco lo está en las bibliotecas, de ahí que estas, perdida su función principal, deban repensarse desde sus fundamentos. ¿Para qué sirve una biblioteca en la era digital?
Tal es la pregunta que Arquitectura Viva se hizo en su número 135, y que trece años después vuelve a plantearse para dar algunas respuestas tentativas. La biblioteca digital ya no es la fuente primordial de conocimiento, pero sigue siendo un símbolo del conocimiento. No es tampoco un lugar de investigación, pero sí lo es de estudio para quienes huyen de los afanes domésticos, en busca de sosiego. No es ya para casi nadie un apasionante laberinto de lecturas infinitas, pero para muchos no ha dejado de ser un amable lugar de socialización, un poderoso enclave abierto que reúne a diversas clases sociales. Y, aunque ya no funcione como un inmenso y reverenciado palacio de la cultura libresca, una biblioteca puede seguir siendo un excelente lugar para el reposo y el debate, amén de una excusa para erigir buenas arquitecturas cívicas.
Buena arquitectura para quienes frecuentan los libros y se reúnen en torno a ellos es precisamente la de las tres bibliotecas españolas que recoge con detalle este dossier: la Biblioteca García Márquez en Barcelona, de Suma Arquitectura; la Biblioteca Pública de Córdoba, de Paredes Pedrosa; y la de Molins de Rey, de Antonio Montes Gil. Todas ellas demuestran ser invenciones en las que la escenografía del saber ha sabido mantener su impronta social y cívica; invenciones acordes a la era digital pero que nos recuerdan la tozudez con que los libros se resisten a desaparecer de nuestras vidas.