El pasado 25 de abril la viñeta de un dibujante portugués en la edición internacional del New York Times desataba una polémica universal. El comentario mudo pero mordaz de Moreira sobre la relación entre el presidente Trump y el primer ministro Netanhayu no dejaría de ser un éxito editorial, si no fuera porque su dibujo ha servido de llave para abrir la caja de Pandora y desatar todos los demonios tuiteros de la política internacional. Tantos demonios, que un periódico del que normalmente se espera una opinión informada y una crítica política lúcida, incisiva e incluso despiadada, ha decidido excusarse y no correr nunca más el riesgo de publicar opiniones dibujadas. Me sorprende que NYT vuelva así la espalda a su propia tradición: por qué por esa viñeta precisamente, y por qué ahora serían dos preguntas interesantes. Pero lo alarmante de la decisión es que transparenta la dificultad actual para debatir, o para lo que antes se llamaba cuestionar valores éticos y estéticos.
La imagen origen de la trifulca en cuestión, un perro salchicha con cara de Netanyahu que dirige a un Trump ciego, me resultó un tanto familiar y pude rastrear mis recuerdos hasta una gran ilustración de Hirschfeld de septiembre de 1933 en la revista Americana. En ella un perro salchicha orejudo, muy parecido al de Moreira pero con la cara del canciller Adolf Hitler, tira del lazo que sujeta el presidente Hindenburg para ladrar a un pobre judío barbudo. Y el presidente refrena a su perro: «Stop squawking, it´s only a harmless bitch!» En la viñeta de Moreira puedo imaginar frases que cambiarían completamente su sentido, algo como «I hope he knows the way out», pero, como es muda, cada uno le hace decir lo que quiere que diga: una afirmación de intolerancia o incluso una declaración antisemita. Pero es sólo una caricatura muda. Y en la disputa de su significado se han mezclado a voluntad valores intocables de la democracia —como la libertad de opinión—, valores irrenunciables para los Estados nacionales —como la supremacía— y valores sagrados en la creencia religiosa —como la autoridad—, revueltos con categorías imperativas de la política, como son la ideología, la propaganda, la geoestrategia o la fidelidad al lobby. Ya había dejado caer Wittgenstein al final de su Tractatus que de ética y estética no tiene sentido hablar; un aviso pese al cual la prensa debe opinar, si no juzgar, y obligarse a alimentar el debate, aunque la deliberación y los valores sean cada vez más irrelevantes en la práctica.
Aquellas caricaturas de los años 1930 podían ser verdaderamente cáusticas, y se aceptaba la viñeta más agresiva; en un tiempo que inventó el Agit-Prop, aquel servicio de agitación y propaganda a gran escala, todo estaba permitido. Ya no, pero no sé si hoy es posible exigir humor inocente en una edición internacional de actualidad política. Creo que Peridis lo ha intentado con éxito en El País, pero lo habitual es la caricatura chusca del personaje, con una letra ingeniosa aunque sea miserable. Sólo que debe atenerse a la ideología del periódico y del lector supuestamente fan(ático).