Repasar las imágenes que nos dejó Ezra Stoller (1915-2004) es casi imposible sin preguntarse cómo han sido interpretadas por cada generación posterior, porque esa experiencia de la arquitectura a través de una percepción de segunda mano es especialmente intensa cuando hablamos de la gran obra moderna y de sus grandes fotógrafos. En la condición que ahora llamamos icónica de esa arquitectura se superponen el genio de su autor y el oficio del fotógrafo que fijó su visión para siempre en celuloide, y que dibujó con ella el mensaje de la arquitectura de su tiempo. Un mensaje que llevó la actualidad a sus contemporáneos y que a nosotros nos trae imágenes de una era moderna que parece haber trascendido su tiempo.
Mientras los pensadores querían pensar y hacernos pensar la arquitectura moderna, las fotos de Stoller y de sus colegas nos la presentaban. Mientras Sigfried Giedion intentaba construir la narración del genio moderno, y su alumno Thorvald Norberg-Schulz se esforzaba por exponer un logos de la modernidad, las fotografías de Stoller o las de su coetáneo Julius Shulman hacían aparecer unas obras cuya presencia se imponía por sí misma con una fuerza impresionante. Los nuevos tratados, Space, Time and Architecture o Intentions in Architecture, se enfrentaban a la casi imposible tarea de documentar la aparición de un nuevo sistema formal para el siglo XX, en medio de la corriente de nuevas ideologías y de filosofías del fenómeno. Las fotografías no tenían los problemas de los tratados; no tenían que discutir la condición artística tan difícil de digerir por los modernos, y bajo la supuesta objetividad mecánica de la cámara escondían el arte extraordinario del fotógrafo que, como el director de orquesta virtuoso, reproduce para nosotros una versión magnífica del concierto. La discusión sobre la arquitectura y la fotografía como Arte vendría más tarde, y sólo a partir de los años 1980 Stoller, ya casi retirado, tuvo sus importantes exposiciones como artista de la fotografía. Para entonces las imágenes de Stoller, como las obras que retrataban, ya tenían un pasado de modernidad indiscutible y gloriosa que les concedía el aura del patrimonio cultural.
Pero, aparte de ese valor reconocido, lo más interesante de volver sobre las imágenes es redescubrir la conexión personal que consiguió el fotógrafo Stoller con la obra de los arquitectos; con Mies, con Le Corbusier y con su generación de modernos. Una afinidad con la que podemos conectar nosotros, en un proceso de actualización de la experiencia arquitectónica de las décadas de 1940 y 1960. Con las obras fotografiadas por él sucede como con un poema o un drama: la experiencia vital que el autor había condensado en ellos se reproduce cuando un intérprete la transforma y la actualiza. La fotografía de Stoller presenta cada obra en su medio como un sistema de referencias, con una ley interna potente y explícita, y con un campo que nos incluye: la foto sitúa al observador y le presta su visión para apreciar la presencia de la arquitectura, pero también la estrecha relación de ambos con el mundo moderno de su tiempo.
Con su magistral dominio de la geometría y el claroscuro, Stoller supo también dar cuenta de las versiones organicistas de la modernidad, como el Museo Guggenheim o la terminal de la TWA, ambos en Nueva York.
El mundo de Stoller es un mundo abstracto y geométrico. La corrección de verticales y la posición del horizonte nos cuentan siempre los edificios como son, como los pensamos en los planos, más que como los vemos. La nitidez del detalle añade una perfección irreal a esa realidad visual corregida. La geometría de los edificios parece una preocupación permanente del fotógrafo, y quizá por ello Stoller se nos aparece como un gran clásico. Incluso cuando retrata las imposibles curvas del Saarinen de la TWA, las compone cuidadosamente en el límite rectangular del campo-foto. La geometría somete incluso a la sombra: un recurso portentoso para interpretar la razón abstracta de las obras, su intensa cualidad material. La luz que recorta las superficies rectas y que modela las curvas es una luz buscada, esperada y filtrada para conceder a la obra una presencia pura y nítida casi imposible, que nos acerca a una percepción inmediata de la realidad arquitectónica de los campeones modernos. Como si la obra existiera por sí misma, perfecta, en su campo y sólo para nosotros, una vez salida del proceso magmático de su creación, imaginación y construcción. Por eso la memoria guarda mejor su obra en blanco y negro; parece más intensa, más moderna. En blanco y negro: como las ecuaciones o el pentagrama.
Y, a pesar de ello, el repaso descubre tantas premoniciones de lo que vendría después… Desde las curvas continuas de hormigón de Eero Saarinen hasta las cáscaras fragmentarias de Utzon, la lente del fotógrafo nos desvela una voluntad latente de ruptura de la modernidad. Y con los titubeos de Bunshaft para S.O.M. nos asoma al camino retórico de la posmodernidad. Tantos precedentes de la actualidad que se desvelan en las obras modernas canónicas gracias a la visión inteligente del oficio y que dejan abierta en la experiencia de la arquitectura y de la fotografía.