La publicación de Brutalismus (Aloha Editorial), del fotógrafo riojano Carlos Traspaderne, supone una atractiva oportunidad para reevaluar una arquitectura rotunda y despreocupada de la belleza convencional que, en sus sesenta años de vida, ha transformado por completo su significado: de emblema marginal a foco de tendencias.
Todo vuelve, hasta la piedra pómez. C. Tangana graba un videoclip en la Casa Carvajal de Somosaguas (1966) y Gwyneth Paltrow se abandona a los placeres de la Unité de Le Corbusier (1953) en Goop, su página de estilo. La palabra en boga es Brutalismo: rotundas moles de hormigón un tanto mugrientas y que, tras décadas de escenas de delincuencia urbana –de La Naranja Mecánica a Gomorra– han acabado en los suplementos de moda como artículo de lujo. Y no es que tal redención sea injusta, sino que simplifica el asunto un poco demasiado. El Brutalismo no es tanto un estilo retro o una exhibición de atrocidades —según a quién se le pregunte— como un intento sincero de arquitectura pertinente y humana. Eso creyó, al menos, quien puede considerarse su padrino: el historiador y crítico británico Peter Reyner Banham...
El Cultural. La redención del Brutalismo: ética y estética de las colosales moles de hormigón