La mano que sabe

Luis Fernández-Galiano 
01/01/2016


Álvaro Siza piensa con la pluma y la pupila. Su mano no es una mano que siente; es una mano que sabe. Cuando el trazo se enmaraña, no es porque la mano busque a tientas el camino, sino porque se otorga la libertad de la locura y la obligación de la indisciplina. Al cabo, la línea se enhebra con la pasmosa seguridad que sólo concede el ejercicio constante, y cada dibujo surge sobre el papel sin esfuerzo aparente, con la armonía grácil de un atleta que salta en un vuelo liviano que no deja adivinar el entrenamiento tenaz exigido por la proeza. Siza reside en sus trazos tanto como en sus recintos, y habla el lenguaje que le es propio con idéntico aplomo en los dibujos y en las construcciones, creando un universo formal de tal singularidad, expresividad y belleza que permite sin duda considerarlo —desbordando los límites angostos de la arquitectura— como uno de los grandes artistas del tiempo que compartimos, un creador de talento fascinante y sabiduría en sordina.

La pulsión genesíaca del maestro de Oporto se ha extendido sin solución de continuidad de la gestación de los edificios a la representación de las figuras, que en sus dibujos pueblan los croquis hasta adquirir vida propia, colonizando el papel con desnudos y caballos que hacen ingresar la sensualidad de lo orgánico en sus arquitecturas agitadas. Francesco Dal Co ha reunido los dibujos eróticos de Siza situándolos en una larga tradición que tiene un hito en los grabados de Raimondi sobre dibujos de Giulio Romano que inspiraron los Sonetti lussuriosi de Aretino —publicados en España por Ana Ávila, en una colección dirigida por el añorado Juan Antonio Ramírez—, que el propio Siza reprodujo en versiones trazadas con su línea característica, y ha comparado la maestría del portugués con la de Matisse o de Picasso. No es injusto el paralelo, porque el autor del restaurante Boa Nova o de la iglesia en Marco de Canavezes ya no nos pertenece a los arquitectos, sino al mundo.

Cuando Álvaro Siza aborda la etapa final de su larga carrera con el traslado de la totalidad de su archivo —salvo los dos conjuntos de dibujos, planos y maquetas depositados en la Fundación Gulbenkian de Lisboa y el Museo Serralves de Oporto— al Centro Canadiense de Arquitectura en Montreal, mientras sigue felizmente en forma con trabajo copioso e inspirado, y rodeado de la admiración y el afecto tanto de sus colegas veteranos como de los arquitectos más jóvenes, no cabe sino celebrar una obra de extraordinaria consistencia y continuidad en el tiempo, grávida de eficacia lírica y exigencia ética. El joven que quería ser escultor ha creado un universo de esculturas habitadas, y este Siza sin saudade sigue prolongando el privilegio de su presencia entre nosotros. El arquitecto ha hecho de la suya una profesión poética, y la mano que sabe continúa dibujando frases inacabadas, trazos de sabiduría artística e intelectual, fogonazos de luz antigua que aún nos deslumbran.

Luis Fernández-Galiano


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