La intimidad de lo redondo
H&deM construirán el estadio olímpico de Pekín como un nido neumático, en continuidad con obras deportivas anteriores en Basilea y en Múnich.
Peter Sloterdijk inicia su trilogía Esferas con una cita de Gaston Bachelard: «La dificultad que habíamos de superar... consistía en mantenernos lejos de cualquier evidencia geométrica. Dicho de otro modo, debíamos partir de una especie de intimidad de lo redondo.» Y el filósofo alemán se apoya en el autor de La poética del espacio para lamentar que el ser humano haya perdido «su inmemorial cobijo en las burbujas de ilusión entretejidas por él mismo», dado que, si «habitar significa siempre ya formar esferas... los seres humanos son los seres que erigen mundos redondos». Con su trilogía de estadios, los arquitectos suizos Jacques Herzog y Pierre de Meuron erigen en efecto mundos redondos, estableciendo un diálogo deslumbrante con el vitalismo geométrico del fenomenólogo germano, cuya esferología, entendida como exploración de «organizaciones de intimidad arcaica» o como «diseño del espacio de pueblos primitivos» entra en resonancia con recintos descritos por sus autores como «simples y casi arcaicamente directos en su impacto espacial.».
Emblema de los Juegos de 2008, el Estadio Olímpico de Pekín se ha concebido como un recipiente para la celebración colectiva; el cuenco, de estructura enmarañada de acero, se cierra con almohadas de etiltetrafluoretileno.
Forzando un tanto el paralelo, cabría incluso presentar los tres estadios sucesivos como ilustraciones de los tres volúmenes de Esferas. El St. Jakob Park de Basilea, con sus pompas de policarbonato que le dan el aspecto de una mórula embrionaria, representaría bien los temas microesféricos del primer volumen, dedicado a las burbujas moleculares de intimidad desde la caverna amniótica del vientre materno, algo especialmente apropiado para el club de su ciudad natal, un equipo modesto que ha jugado esta temporada la fase final de la Liga de Campeones. Por su parte, la Allianz Arena de Múnich, con su cromatismo translúcido y su perfil acolchado de dirigible, se vincula con precisión a los asuntos histórico-políticos del segundo volumen, donde los globos celeste o terráqueo son utilizados para describir el proceso de colonización planetaria de los imperios económicos o ideológicos, materia de nuevo singularmente adecuada para un icono ciudadano financiado por una compañía internacional de seguros, y donde en 2006 se jugará el partido inaugural del Campeonato Mundial del deporte más popular de la Tierra. Finalmente, el Estadio Olímpico Nacional de Pekín, con su malla enredada de nido metálico y su almohadillado aleatorio de etiltetrafluoretileno, podría ilustrar eficazmente el universo poliesférico del último volumen, consagrado a las estructuras fluctuantes y laberínticas que Sloterdijk llama espumas, y cuya amorfa proliferación cambiante dibuja a la vez la nostalgia del centro perdido y «la catástrofe moderna del mundo redondo», una metáfora quizá pertinente para un titán totalitario que celebrará los Juegos de 2008 en una cesta agitada que reúne el fervor unánime de la multitud y las convulsiones azarosas de los tiempos.
Precedentes del proyecto asiático, la remodelación del estadio de Basilea (abajo) y la Allianz Arena de Múnich también buscan monumentalizar lo público y crear emblemas urbanos luminosos.
Más allá de esos ecos excesivos, Herzog y de Meuron comparten con el autor de la Crítica de la razón cínica su convicción de que «la vida es una cuestión de forma», su voluntad de pensar el ser humano desde la experiencia espacial, y su intuición de que el desvanecimiento de la idea de regazo y cobijo provocada por la pérdida del cascarón protector cósmico que suministraban los antiguos modelos del universo exige una nueva forma de proyectar y de pensar que reconcilie lo íntimo y lo global. Desde luego, el St. Jakob Park es una faena de aliño de una obra en marcha, que emplea lucernarios abombados similares a los utilizados en la tienda de Prada en Tokio para fabricar una fachada mullida y translúcida que deja ver teatralmente en la noche el violento rojo del trasdós de la grada; pero esta lámpara oriental es también un homenaje grana a una institución deportiva que suministra identidad afectiva y sociabilidad informal en la pequeña ciudad europea donde se localiza la esfera personal de sus autores. La Allianz Arena es un emblema instantáneo, una idea feliz de apariencia neumática y colorido cambiante que les permitió imponerse en un concurso que tuvo como participantes, entre otros, a Norman Foster, Peter Eisenman, Helmut Jahn o Meinhard von Gerkan; pero este símbolo luminoso de la globalización al servicio de una multinacional financiera y un deporte mediático es asimismo un recipiente de emociones singulares y un vaso esférico de interacción colectiva alrededor de la competición y el juego. El Estadio Olímpico de Pekín, por último, es un brillante desafío estético y estructural cuya audacia artística y técnica tuvo necesariamente que impresionar a un jurado del que formaban parte Rem Koolhaas, Jean Nouvel o Dominique Perrault, otorgando a los suizos —entre 14 equipos internacionales, y tras recibir 3.500 de los 6.000 votos populares— el encargo mayor y acasomás decisivo de su carrera; pero esta maraña inesperada y memorable que trenza el acero sobre la multitud y el césped es igualmente un nido que ofrece cobijo ritual dotando a la esfera pública de un ámbito extrañamente íntimo.
Invernadero global
Amigos siempre de las colaboraciones y el aprendizaje mutuo, Jacques Herzog y Pierre de Meuron tuvieron en el proyecto de Pekín (donde también ha intervenido directamente el socio de la firma Harry Gugger, buen conocedor de China desde los años setenta) la asesoría plástica de Ai Weiwei, un distinguido artista y comisario de exposiciones radicado en la ciudad, cuyo nombre debe añadirse ya a los de Thomas Ruff y Rémy Zaugg, colaboradores habituales de la pareja; y el auxilio ingenieril de Cecil Balmond, el director de la firma Ove Arup que se ha convertido en un invitado fijo de la alta competición arquitectónica a través de sus trabajos con Koolhaas, Libeskind, Siza o Peter Kulka, con quien por cierto diseñó también un estadio enredado y estocástico, dibujando en el espacio a la manera de Julio González o el Tápies de Núvol y cadira. Ala vista del resultado aquí, uno hubiera deseado que el tercer colaborador fuese Peter Sloterdijk, ya que la preocupación del filósofo por «cómo el ser humano diseña la arquitectura de la seguridad de su existencia» se comunica subterráneamente con este recinto coral que protege en su regazo a individuos vulnerables que han roto el cascarón metafórico del pensamiento religioso o mágico: el estadio de los arquitectos de Basilea materializa misteriosamente el invernadero global del pensador de Karlsruhe, las «cúpulas y cielos artificiales» bajo los cuales la humanidad jardinera se refugia de la catástrofe que devasta la atmósfera planetaria y la atmósfera moral de nuestro mundo. Paradójicamente, la que estos días paraliza Pekín con su amenaza vírica contamina el aire con el riesgo de contagio que hace huir del encuentro colectivo, y al mismo tiempo oxigena el ámbito de la política y la comunicación social con una nueva transparencia. Peter Sloterdijk, que se define como un inmunólogo teórico, y que ha dedicado su penúltimo libro al terror atmosférico de los gases tóxicos, las radiaciones y los microorganismos, haría bien en estudiar esta doble epidemia biológica y semántica: un accidente en trance de control que al enfrentar microesferas víricas y macroesferas sociales representa nuestra época con la misma mixtura de monumentalidad e intimidad que el estadionido de Pekín.[+][+]