Justicia sin venda

Las nuevas sedes judiciales en Francia y Estados Unidos emplean arquitecturas de autor que no ocultan la crisis actual de la justicia.

Luis Fernández-Galiano   /  Fuente:  El Pais
30/04/2002


La justicia se ha quitado la venda de los ojos. Tanto Francia como Estados Unidos levantan construcciones golosamente visuales para maquillar un sistema agrietado, y España (atenta a la vez a las experiencias normativas de la república vecina y a los espectáculos judiciales norteamericanos) propone ciudades de la justicia para remediar con edificios los males de una estructura defectuosa. Pero más arquitectura no es mejor justicia: ni las obras de autor parecen compatibles con la neutralidad abstracta de la justicia ciega, ni las ciudadelas burocráticas semejan adecuadas para dotar a la ley de la centralidad que merece en la escena cívica. Tras los jueces estrella y los juicios mediáticos, los arquitectos de lujo y los edificios de papel couché; cuando lo que reclaman los ojos vendados de la justicia son construcciones sobrias y anónimas que reflejen la dignidad severa de una ley igual para todos. Y ante la degradación contemporánea de una justicia abrumada por la multiplicación de las causas, la proliferación incontrolable y laberíntica de los recintos especializados; cuando lo que exige la cohesión social es la incorporación de las normas en el tejido firme y flexible de la ciudad habitual.

En Francia, la nueva generación de palacios de justicia no ha impedido la revuelta de los jueces, un millar de los cuales se manifiestaron el pasado marzo frente al Hôtel Matignon para reclamar la organización de unos «Estados Generales» de la justicia, gravemente dañada por la acumulación de los procesos ordinarios y por la dificultad de perseguir los grandes delitos económicos y políticos. Iniciado en 1992, el programa de modernización de la jus-ticia ha dado como fruto, entre otras, las sedes judiciales de Richard Rogers en Burdeos, Jourda y Perraudin en Melun-Sénart, Christian de Portzamparc en Grasse, Yves Lion y Alan Levitt en Lyón, Architecture Studio en Caen, Claude Vasconi en Grenoble o Jean Nouvel en Nantes. Pero este enorme esfuerzo inversor y esta acumulación de talen-to arquitectónico no ha mejorado la imagen de la justicia, percibida por la mayoría como displicente con los débiles y deferente con los poderosos: una justicia sin venda en los ojos que se imparte desde sedes de diseño, más inteligibles como expresiones del lenguaje de sus autores que como interpreta-ciones arquitectónicas del imperio de la ley.

Rigor extremo en la modulación de los espacios y superficies homogéneamente reflectantes: en el Palacio de Justicia de Nouvel en Nantes, el proceso judicial se representa como una maquinaria implacable.

Las grandes cubas de madera que contienen las salas de audiencia en el Palacio de Justicia de Richard Rogers en Burdeos son, desde luego, un guiño a las bodegas de la región, pero la inserción de estos toneles en una estructura aeroportuaria de vidrio y acero sitúa la obra en el expresionismo tecnológico y futurista de su autor; los árboles metálicos de la fachada principal de la sede judicial de Jourda y Perraudin en Melun-Sénart ofrecen una versión del pórtico clásico habitual en los edificios de tribunales, pero su característica geometría ramificada evoca aún más los proyectos anteriores de los dos arquitectos; y la elipse monumental y los volúmenes fragmentados del Palacio de Justicia de Christian de Portzamparc en Grasse aspiran a integrar el edificio —sin merma de su visibilidad simbólica—en la trama urbana discontinua de la periferia, pero es inevitable relacionar su descomposición coreográfica con obras previas como la Escuela de Danza de Nanterre o la Ciudad de la Música parisina.

Proyectado por Richard Meier, el edificio de los juzgados de Central Islip, Nueva York, es uno de los buques insignia de un programa federal de excelencia en el diseño que Estados Unidos puso en marcha en 1994.

Sólo Jean Nouvel, en el Palacio de Justicia de Nantes, trasciende su propio lenguaje para propo-ner una interpretación ominosa, cruel y sublime de la justicia, que encarna en la modulación obsesiva y la perfección maniática de un edificio construido con geometría, oscuridad y reflejos. Despreciando el populismo amable que considera al ciudadano como consumidor de justicia y cliente de servicios judiciales, Nouvel levanta un colosal pórtico griego y miesiano que quita el aliento, y tras él una sala de pasos perdidos de granito negro pulido que finge abismos y unas herméticas salas de audiencia que hacen parecer glacial la roja madera del revestimiento.Aborrecida por muchos de sus usuarios, que deploran su aspecto amenazante, ésta no es una obra sonriente; pero en su fuego frío arde una pasión por la justicia más próxima al rigorismo de Saint-Just que a la templanza de la Ética a Nicómaco, y que no permite amalgamarla con las expresiones más triviales de la autoría arquitectónica. Nouvel no ofrece un Nouvel, sino una reflexión sobre la sociedad, la equidad y el poder, y es esa ambición la que hace de él un gran arquitecto incluso en un proyecto excesivo y fallido como éste.

Nada semejante cabe hallar en los Estados Unidos, donde en 1994 se inició un programa federal de excelencia en el diseño que se ha expresado sobre todo a través de los nuevos edificios de juzgados,entre los cuales dos de Richard Meier, en Central Islip (Nueva York) y Phoenix (Arizona). Aunque el comisario de la exposición que actualmente muestra en Washington los frutos de este programa se esfuerza en compararlos con los proyectos gubernamentales de la administración de Roosevelt en los años 30 y del City Beautiful Movement a principios del siglo XX, lo cierto es que los modestos resultados de este meritorio esfuerzo hablan más bien de las extraordinarias limitaciones de la iniciativa pública en los Estados Unidos y del mal momento de su arquitectura. Las dos obras de Meier son fatigosamente previsibles —reiterativamente corbuseriana la de Nueva York y con el esperable pórtico de protección solar la de Arizona— y también en ellas la autoría prevalece sobre una reflexión especial-mente necesaria en un país que dirime su liderazgo político en los tribunales y convierte en espectácu-lo tanto los juicios como las ejecuciones.

Del esfuerzo francés por modernizar la imagen de la Justicia han surgido el palio tecnológico de Jourda y Perraudin en Melun-Sénart, la elipse monumental de Portzamparc en Grasse o el pórtico clásico de Nouvel en Nantes.

Por su parte, el abigarrado programa español de ciudades y palacios de justicia ha puesto en marcha un gran número de concursos, entre los cuales se han fallado ya los de Almería (Gerardo Ayala), Málaga (Frechilla, López Peláez, Herrero y Seguí), Ciudad Real (Guillermo Vázquez Consuegra) o Valencia (Alfredo Batuecas), y lo serán pronto los de Toledo, Salamanca y Murcia. Aunque todavía no resulte fácil discernir una pauta, sí parece que los males judiciales se combatirán también en nuestro país con medicina arquitectónica; un remedio que cura muchas afecciones, pero que no deberíamos considerar el bálsamo de Fierabrás, por halagador que sea para los arquitectos, por una vez, saberse más parte de la solución que del problema.


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