Alguien dijo que España empieza en los Pirineos, y a los españoles nos gusta recordarlo con una complacencia tan ambigua, tan desgarrada, que resulta del todo perversa. Pero tal vez haya en ello una especie de universal fatalidad: uno se acaba imaginando a sí mismo como se lo imaginan los otros. Le Corbusier, por ejemplo, y con él, la mayoría de los viajeros románticos que aquí solemos llamar «curiosos impertinentes», como reconociendo que lo que han contado de «las cosas de España» era cierto, aunque lo hayamos querido mantener en secreto. De manera que «la verdad de España» no nos pertenecería a nosotros, los españoles, sino a esos otros venidos de fuera —o del «otro lado», como muy bien dice Juan José Lahuerta—, que serían consecuentemente los verdaderos españoles, pues sólo ellos estarían en «el secreto de España», del mismo modo en que Stendhal podía proclamarse «Arrigo Beyle, milanese» por más fuertes motivos que alguien nacido en Milán...
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