Premios 

Hojas de marzo

Abril será el mes de los premios Pritzker y Mies; en las vísperas, la muerte de Ignasi de Solà-Morales se enreda con el ajetreo de los galardones.

Luis Fernández-Galiano   /  Fuente:  El Pais
30/04/2002


Jueves 8. En Nantes con el jurado del premio Mies, tras un viaje accidentado provocado por la repercusión en Barajas de los conflictos de Iberia. La visita al Palacio de Justicia de Nouvel es algo decepcionante. Acabamos de publicarlo en la portada de Arquitectura Viva, y su geometría oscura y obsesiva prometía una perfección reflectante y helada; pero la regularidad monumental y escenográfica de su interior de luces negras (impresionante en lo que tiene de emblema severo del rigor de la justicia) manifiesta un envaramiento más próximo a la modulación maniática de Ungers que a la exactitud minuciosa del Mies de la Neue Nationalgalerie, con el que inevitablemente se ha comparado. Las salas claustrofóbicas, el laberinto de los despachos y el esquematismo del pórtico no hablan de la dura lex, sino del fiat iustitia et pereat mundus.

Viernes 9. Prosigue la gira de finalistas del Mies, ahora por el norte de España, para visitar el museo enAltamira de Juan Navarro Baldeweg y el Kursaal de Rafael Moneo. Varios de los miembros del jurado visitan esta región por primera vez, así que los organizadores del premio procuran insertar en el itinerario otros hitos obligados: Santillana y el Museo Guggenheim, Casa Calvo y Arzak. La réplica de las cuevas y el museo adjunto tienen la fascinación ambigua del facsímil y la elegancia en sordina del edificio subordinado al paisaje; pero en el collage de materiales, texturas y colores que mimetizan la construcción excavada con su entorno bucólico algunos solamente ven una obra de pintor, deudora del manierismo lírico del último Siza en sus interiores luminosos, y dulcemente acuarelada con pinceladas de verde tierno, mostaza y canela en la piel que extiende sobre la colina húmeda. 

La geometrías oscuras del Palacio de Justicia de Nantes y la elegancia paisajística del Museo de Altamira aspiraron al premio Mies van der Rohe, que finalmente recayó en las rocas luminosas del Kursaal donostiarra.

Sábado 10. La violencia delicada del Kursaal nocturno se desvanece en la visita matutina. Los grandes prismas inclinados, que resplandecen en la oscuridad como fanales ebrios, conservan bajo la claridad diurna su levedad japonesa de papel de arroz, pero la luz ambarina se transmuta en brillo lechoso, y el edificio desdibuja su perfil fruncido sobre el cielo cubierto.Al recorrerlo, la imprecisión de sus interiores sorprende a varios miembros del jurado; a mí me impresiona más el clima de tensión que transmiten las medidas de seguridad, los vigilantes impacientes, los perros husmeando en busca de explosivos.Ayer mataron a un ertzaina, y los pri-meros compases de la campaña electoral se tiñen de ansiedad; en el auditorio se ensaya un deplorable entremés de exaltación abertzale de la vida beata de la aldea, y el contraste entre medios técnicos e incuria dramática deja perplejo. En la sala de exposiciones, una muestra de Oteiza nos golpea con esa combinación imposible de belleza exquisita y antropología energuménica que transita de los após-toles a las pizarras. No es fácil ser vasco.

Domingo 11. Reunión final en Copenhague, tras visitar la sede de Unibank, un conjunto administrativo de Henning Larsen que se incluyó en la última selección para debilitar el monopolio de los edificios públicos, y cuya arquitectura cuidadosa, trivial y corporativa suscita opiniones encontradas. En la lista definitiva de este premio europeo no han podido figurar obras suizas —ganadoras del último Mies con Zumthor y firmes candidatas al Pritzker con Herzog—, y esta ausencia impuesta por Bruselas inquieta a muchos, que deploran no poder con-siderar las oficinas de Ricola, un punto crítico de inflexión en la trayectoria de Herzog y de Meuron; la Tate de los mismos arquitectos en Londres, un formidable éxito de público; o el Palacio de Congresos de Jean Nouvel en Lucerna, una obra feliz de un arquitecto grande al que hasta ahora han ignorado los grandes premios. La discusión se acalora; Dominique Perrault tiene ocasión de mostrar su temperamento meridional, Wiel Arets su ambigüedad amable, David Chipperfield su sosegada ecuanimidad y Vittorio Magnago Lampugnani su talante conciliador. Habrá que aplazar la decisión, y cancelar la rueda de prensa programada para mañana en Rotterdam. De todas formas ya había decidido no ir, tras posponer Rem Koolhaas nuestra cita allí, así que regreso a Madrid a tiempo para visitar a mi padre, convaleciente de una fractura de fémur y las complicaciones de sus ochenta años.

Lunes 12. Sesión del tribunal Fin de Carrera con Juan Navarro Baldeweg, Alberto Campo Baeza, José Ignacio Linazasoro y Gabriel Ruiz Cabrero. El director de la Escuela, Juan Miguel Hernández León, recibe a media mañana una llamada de Barcelona: Ignasi de Solà-Morales ha muerto de un infarto en un hotel de Amsterdam. Tenía 58 años, y ese mismo día iba a reunirse con Lluís Hortet y Diane Gray en Rotterdam para participar en la comunicación pública del premio Mies, de cuyo jurado había formado parte en numerosas ocasiones, y que tiene como sede el pabellón de Barcelona, reconstruido por él a partir de 1982. Fue en esa fecha cuando nos conocimos, tras invitarle a participar en un seminario de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo organizado con Antonio Fernández Alba en Toledo, y desde entonces mantuvimos una relación cordial e intermitente, pespunteada de colaboracionesacadémicas y editoriales,entre las cuales nuestra asesoría conjunta a Gustavo Gili en el umbral de los noventa, que dio ocasión a frecuentes almuerzos barceloneses. Todavía incrédulo, repaso nuestros encuentros con perplejidad y melancolía. Peter Eisenman, viejo amigo de Ignasi, recibe mi llamada con consternación.

Martes 13. Novedades en el concurso del Cen-tro de Congresos de Córdoba, que estamos ayu-dando a organizar. Koolhaas vendrá en abril, pero Nouvel se retira. Intentaremos disuadirle, con pocas esperanzas. Esta locura de la arquitectura mediáti-ca y los arquitectos estrella está descoyuntando todo, y no dejo de pensar en Solà, atrapado por ese vértigo tras su reconstrucción del Liceo. Por la tarde escuchamos a los mejores alumnos del Fin de Ca-rrera exponer sus proyectos en un Aula Magna ca-lurosamente desbordada y, como ya viene siendo la norma, son mayoría las mujeres.

Miércoles 14. Me cito con Juan Navarro y Juan Miguel Hernández en el Puente Aéreo, y en el Tanatorio de Les Corts encontramos a otros amigos que se han desplazado al funeral: Víctor Pérez Escolano, Carlos Sambricio y Rafael Moneo, este último muy unido a los Solà por su estrecha relación con Manuel, el hermano urbanista de Ignasi. A la mayor parte de los catalanes que saludo no los había visto desde el entierro de Enric Miralles, y esta circunstancia ominosa me desazona. Juan Navarro, que estuvo conmigo en el cementerio de Igualada, atribuye la coincidencia a la regularidad estadística del riesgo generacional que corresponde a nuestra edad, una reflexión actuarial escasamente consola-dora; pero siempre me sosiega conversar con él, y en el trayecto de regreso la evocación dolorosa del amigo desaparecido deja lugar a la glosa de los amables parajes alicantinos que comparte con Ángel González.Ya en Madrid recibo la llamada de Óscar Tusquets —al que no he visto en el funeral— para hablarme de su premio, que este año juzgará Gino Valle en lugar de Robert Venturi, y no soy capaz de ocultarle mi escepticismo desganado.

La entrega del galardón tiene lugar en el pabellón barcelonés de Mies. Ignasi de Solà-Morales, autor de la reconstrucción del edificio y vinculado al premio desde su inicio, falleció de forma repentina poco antes del fallo.

Jueves 15. Mi hermana la médico me despierta muy temprano: ha habido que ingresar otra vez a mi padre. A los pocos minutos estoy en la clínica Moncloa, pero la urgencia ha pasado. Superada la crisis, paso con él la mañana, velando su fatiga o hablando mansamente de sucesos triviales. Como la clínica se asoma a la calle Aniceto Marinas, mi padre recuerda los altorrelieves del escultor en la escalinata turolense que une la estación de ferrocarril con la plaza del Óvalo, inevitablemente dedicados al tema de los Amantes, y pronto la memoria se dilu-ye en fragmentos inconexos. Por la tarde hablo con Carlos Jiménez, mi amigo de Houston, que este año actúa como jurado del premio Pritzker, y hacemos planes para vernos con ocasión de la entrega del ga-lardón en Monticello, la mansión de Jefferson que introdujo el neoclásico en Norteamérica. Lo que esta edición tiene de homenaje a un presidente-arquitecto hoy denostado por la nueva derecha ame-ricana es un estímulo añadido para acudir. A última hora llama Jacques Herzog para disculparse por declinar la invitación a formar parte del jurado del con-curso cordobés, y para contarme los progresos de sus proyectos en Tenerife y Barcelona. Quiere que nos veamos en Basilea o Madrid, pero los dos sabemos que va a estar muy ocupado los próximos meses. En este calendario de vísperas, el dolor arroja su sombra delgada sobre el ajetreo de los premios para componer una vanitas arquitectónica, y los idus de marzo se despiden con sabor a ceniza.


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