Antídoto antípoda
El primer premio Pritzker tras el 11-S ha recaído en el australiano Glenn Murcutt, autor de una obra exigente que contrasta con la tenaz dictadura del glamour.
El jurado del premio Pritzker ha entendido el mensaje. Tras el trauma del 11 de septiembre, un nuevo espíritu de austeridad, rigor y pertinencia se extiende por una arquitectura que durante su última etapa ha coqueteado con el exceso, el capricho y el ensimismamiento. En sintonía con ese clima de revisión, la inesperada selección del australiano Glenn Murcutt para el galardón más prestigioso de la disciplina es un gesto higiénico y laxante frente al empacho de la arquitectura con la publicidad, la fama y el glamour. La obra exigente y la indepen-dencia testaruda de este constructor solidario y autónomo puede, en efecto, actuar como antídoto ante la creciente intoxicación de los arquitectos con el comercio y la moda, que ha reemplazado la vieja tradición de servicio de un arte útil por un narcisismo descreído y cínico.
La coherencia ejemplar de una trayectoria alejada del circuito mediático tiene en lo doméstico su mejor expresión: arriba, la casa Fletcher Page en Kangaroo Valley; derecha, la casa Ball-Eastaway en Glenorie, Sidney.
No es fácil, en todo caso, torcer el rumbo de este paquebote esquizofrénico, que ha saludado la reciente inauguración de la tienda de Prada en Nueva York —donde el holandés Rem Koolhaas ha gastado 40 millones de dólares en remodelar con extravagante inteligencia y lujo impudoroso un local de 2.200 metros cuadrados— como el mayor acontecimiento de la temporada, mientras deplora con luto unánime la muerte prematura de Samuel Mockbee, un dotado arquitecto norteamericano que dedicó su carrera a construir para la población rural pobre del deprimido estado sureño de Alabama, y para el que ahora se reclaman las más altas distinciones póstumas. En este panorama profundamente dividido, que saluda el despilfarro de dinero y talento al tiempo que celebra el compromiso, separar los deseos de los pronósticos se antoja un propósito apenas alcanzable, y es por ello verosímil que el premio Pritzker de Murcutt no sea tanto un signo de mudanza en el talante de los tiempos cuanto un espejismo de tránsito producido por la atmósfera recalentada del malestar y el desasosiego.
Las construcciones optimistas e inventivas de este autor austral nos hacen soñar que existen otras formas de ejercer la profesión de arquitecto, y su admirable enraizamiento en la geografía y el clima de su país-continente nos mueven a fantasear con la posibilidad de rescatar este antiguo oficio de su secuestro por las redes anónimas de la economía simbólica global. Pero quizá sea sólo el efecto de una insolación, y para nuestros males no haya antídotos antípodas. Cuando el próximo mayo Glenn Murcutt reciba su medalla en el Campidoglio romano, sin duda constatará una vez más que desde el hemisferio sur se ven estrellas diferentes.
Casi excepciones en la biografía construida de Murcutt, sus edificios públicos tienen la misma factura leve que los de escala menuda. Izquierda, centro de visitantes en Kakadu; abajo, centro de arte de Riversdale.