Opinión 

Hijos de estrellas

Una visión científica del mundo

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Hijos de estrellas

Una visión científica del mundo

José Manuel Sánchez Ron 
01/10/2024


© ESA / Euclid

Permítanme que me presente, no como me conocen sino como lo que, en el fondo, soy, somos. Soy hijo de una estrella, beneficiario del Sol, hermano de la Luna, vecino de Venus y Marte, y, por encima de todo, un improbable producto de ancestrales reacciones químicas que obedeciendo a las leyes de la afinidad se agruparon para dar origen a organismos vivos, primero unicelulares, procariotas, esto es, sin núcleo; luego con él, eucariotas, que terminaron por agruparse desencadenando un proceso que merced a los imprevisibles mecanismos de la evolución produjeron entidades biológicas como Homo sapiens. No sé muy bien si esas reacciones químicas se dieron aquí, en nuestro planeta, o en algún otro lugar, más añoso, de nuestra galaxia, la Vía Láctea. En favor de la primera posibilidad se encuentran los experimentos que realizó en 1953 Stanley Lloyd Miller en los que simuló el efecto de la radiación ultravioleta en la ‘sopa primigenia’ existente en la Tierra primitiva, haciendo pasar una descarga eléctrica de alto voltaje a través de una mezcla de amoníaco, metano, hidrógeno y agua, con el resultado de la aparición de diversos productos químicos entre los que se encontraban varios aminoácidos, los componentes de las proteínas. La segunda posibilidad, la de la panspermia, es favorecida por el descubrimiento de moléculas de vida recogidas en 2019 en el asteroide Ryugu por la misión japonesa Hayabusa 2, que regresó a la Tierra con ese valioso material el 5 de diciembre de 2020.

Hijo de una estrella, no sé de cuál, porque mi cuerpo alberga elementos químicos —a la cabeza, forman el 99% de un cuerpo humano hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno, calcio y fósforo— que fueron fabricados en el interior de una estrella que, por razones puramente físicas, decidió terminar sus días, sus miles de millones de años de existencia en un gran estallido como una supernova, que desparramó su material ancestral por el universo. Sí, las estrellas, como nosotros los humanos, nacen, viven, laboran fabricando elementos y emitiendo energía, y mueren, algunas dejando rastros fosilizados, a los que llamamos estrellas de neutrones. Nuestra estrella, el Sol, también morirá, o mejor, se transformará convirtiéndose dentro de unos cinco mil millones años en una gigante roja, cuyo radio llegará a la órbita terrestre, calcinando la Tierra. Habrá tenido una larga vida: 10.000 millones de años. Así que cuando hablemos de ‘inmortalidad’, hagámoslo únicamente como una bella metáfora.

En realidad, no solo soy, somos hijos de estrellas. Entre el 50 y el 70% de nuestro peso corporal es agua, esto es, H2O, hidrógeno y oxígeno. Y el hidrógeno, el elemento químico más abundante en el universo —aproximadamente el 75% de la materia visible—, surgió muy poco después de ese momento singular, que desafía la imaginación al que llamamos Big Bang. Por consiguiente, en nuestros cuerpos también quedan restos de aquel cataclismo al que debemos todo.

Al mencionar el Big Bang no puedo sino referirme a una de las limitaciones a las que se enfrenta el poderoso cerebro humano. Ante el misterio que representa, los físicos se escudan en que en la ciencia basta con un punto de partida del que se deducen consecuencias comprobables. Y un Gran Estallido primigenio cumple semejante exigencia. De él, físicos, químicos, astrofísicos, cosmólogos y astrobiólogos han ido deduciendo o esbozando —no todo, obvio es decirlo, está resuelto— la existencia de todo lo demás: partículas elementales, cuerpos o agregaciones estelares, expansión del universo, e incluso la aparición de la vida. Sin embargo, nuestros cerebros inevitablemente se hacen la evidente pregunta: ¿Y antes, qué? ¿Cómo es que se produjo ese momento inicial cataclísmico? No tenemos respuesta para estas preguntas, y dudo mucho de que alguna vez las obtengamos.


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