
El 4 de octubre de 1914, apenas dos meses tras del comienzo de la Primera Guerra Mundial, noventa y tres intelectuales alemanes dieron a conocer lo que denominaron ‘Llamamiento al mundo civilizado’. «Nosotros, representantes de la ciencia y el arte alemanes… proclamamos la verdad… No es verdad que hayamos violado de manera criminal la neutralidad de Bélgica. No es cierto que nuestros soldados hayan tocado la vida y la propiedad de un solo ciudadano belga sin haber sido empujados a ello». Entre los firmantes figuraban científicos —algunos tan notables como los químicos Wilhelm Ostwald y Fritz Haber, el zoólogo Ernst Haeckel, el matemático Felix Klein o los físicos Max Planck y Wilhelm Röntgen—, artistas, escritores, historiadores, juristas, filósofos, filólogos, músicos, politólogos y médicos.
Pocos días después de su publicación, Georg Friedrich Nicolai, catedrático de Fisiología en la Universidad de Berlín, preparó una réplica que hizo circular entre sus colegas universitarios. Solo se adhirieron Albert Einstein y Wilhelm Försted, antiguo director del Observatorio de Berlín, que ¡también había firmado el otro comunicado! El primero de los puntos que recogía, válido hoy aún más que ayer, reconocía que «sería un deber de los europeos con educación y buena voluntad intentar impedir que Europa sucumba… El primer paso en esta dirección sería que unan sus fuerzas todos aquellos que aman realmente la cultura de Europa; todos aquellos a los que Goethe proféticamente llamó ‘buenos europeos’».
Hoy, afortunadamente, Alemania no es la de entonces. Pero en el caso de Rusia con Ucrania, el falaz argumento de entonces lo repite ahora el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, voceado por sus secuaces. Y ante la bajeza moral y el matonismo político es esencial recuperar el espíritu del manifiesto de Nicolai y Einstein. Llamar a la unidad de Europa, a la de los ‘buenos europeos’. Hoy lo importante es sentirse orgullosos herederos del mundo en que florecieron Cervantes, Shakespeare y Goethe; Newton, Darwin y Einstein; Bach, Mozart y Beethoven; Velázquez, Van Gogh y Picasso; Descartes, Kant y Arendt. Europa, un mundo en el que prima el derecho y que pugna por construir el estado del bienestar, idea que nació precisamente en sus tierras.
En esta época de cambios, Europa debe hacer honor a su historia. Esto implicará sacrificios, aunque nunca rebajar los compromisos con la educación, la sanidad y la protección a los desfavorecidos. Requerirá, como en la famosa frase de Churchill, esfuerzo y sudor, esperemos que ni sangre ni lágrimas. El desarrollo tecnológico y un capitalismo descontrolado que encuentra su paradigma en el Valle del Silicio obligan a potenciar las facultades científico-tecnológicas que siempre han existido en el suelo europeo. Y, además de a la industria, aplicarlas también al campo militar. El pacifismo es un sueño noble, pero, desgraciadamente, por el momento un sueño que produce pesadillas. Incluso Einstein, el pacifista de la Gran Guerra, se vio obligado a renunciar a él, al menos por un tiempo; ya que, cuando se dio cuenta de lo que significaba Hitler, en 1939 alertó a Roosevelt del peligro que suponía que Alemania pudiese fabricar una bomba atómica.
Estados Unidos ha sido un buen aliado, un paraguas militar indispensable, pero no debemos olvidar que entró en las dos guerras mundiales cuando difícilmente le quedaban otras alternativas. Y eso que Wilson y Roosevelt en nada se parecían a Trump. Podemos comprender que entendieran como ajeno un conflicto europeo, algo muy diferente ahora que se pretende cambiar la naturaleza de una agresión y se falta al respeto a un Estado plurinacional como es la Unión. Si es necesario modificar alianzas que nos sirvieron —¿la OTAN?— habrá que hacerlo.
Europa no es un museo maravilloso que visitan personas de todo el mundo. Es mucho más. Debe ser mucho más, sin olvidar nunca sus valores, sus principios y sus ideales comunes.