La capital del siglo XIX fue creada por Haussmann, y recreada por Benjamin: el funcionario luterano al servicio de Napoleón III construyó una urbe de avenidas arboladas, y el filósofo judío en la Europa de entreguerras reconstruyó un escenario de galerías comerciales. Los paisajes materiales de Georges Eugène Haussmann, Prefecto del Sena desde 1853 hasta 1870, y los pasajes inmateriales de Walter Benjamin, recopilados desde finales de los años veinte hasta su muerte en 1940, se enredan y encadenan como el objeto y su sombra. La aparición casi simultánea de una edición de los tres volúmenes de las Mémoires del barón Haussmann (publicados originalmente en 1890 los dos primeros y en 1893 el tercero) y de la edición en inglés del Passagen-Werk de Benjamin (publicado por primera vez, en el alemán con largas citas en francés del manuscrito, en 1982) anima a leer juntas dos obras colosales que se iluminan mutuamente, y que arrojan una luz diagonal sobre los dilemas imprecisos de la ciudad contemporánea.
Figuras antitéticas y acaso por ello machadianamente complementarias, el Prefecto y el escritor encarnan de forma exacerbada los arquetipos descritos por Ortega del hombre de acción y el intelectual. En sus memorias, Haussmann manifiesta tanta despreocupación por el estilo literario como atención minuciosa al detalle administrativo y a la eficacia gerencial, transmitiendo con éxito la obsesión por el orden social y político que su obra urbanizadora habría de cristalizar en orden físico y visual. Por su parte, en su inacabada ópera magna, Benjamin expresa con extraordinaria elegancia fragmentaria su percepción baudelairiana de una metrópoli de mercancías fantasmagóricas, desgarrada en los jirones desencantados de una enciclopedia mágica e ilusoria. El hombre de acción construye un relato tan sólido y pragmático como sus proyectos, un texto hilvanado que finge el orden narrativo y lógico incluso cuando éste se desfleca; y el intelectual, a su vez, levanta una ruina de escombros textuales, un montaje necesariamente incompleto de citas y comentarios que simula grietas aun en sus ensambles más articulados.
Es difícil no sentir simpatía por el sentido de servicio público que impregna la rendición de cuentas y apología pro vita sua de Haussmann. Sin duda, esa lealtad anticuada al interés común que le llevó a trabajar por la Monarquía, la República y el Imperio con igual dedicación suscitaba a la vez una repugnancia instintiva ante el desorden anárquico que fundamenta sus reflejos autoritarios. Es posible, como subraya Joseph Rykwert en una reseña, que el prefacio de la responsable de esta edición, Françoise Choay, sea demasiado benévolo con los rasgos más expeditivos del director de los grands travaux. Pero es inevitable admirar la inteligencia financiera, la escrupulosidad burocrática y la dedicación al ámbito público de este bonapartista parisino, de lejanos orígenes familiares alemanes, que desde la Prefectura del Sena (por entonces equivalente a la alcaldía de la ciudad) construyó los bulevares, las alcantarillas y los parques que hicieron de París «la capital del siglo XIX».
Tal fue precisamente el título usado por Benjamin para un inacabable trabajo sobre la experiencia urbana y el fetichismo de las mercancías, concebido como una acumulación surrealista de textos, citas y reflexiones, y que al estar inspirado por los pasajes comerciales parisinos terminaría conociéndose como Passagen-Werk. Perdido el manuscrito tras el dramático suicidio de su autor en la frontera franco-española, tras la guerra se supo de la existencia de una copia confiada a Georges Bataille en la Bibliothèque Nationale, y es ésta la que ahora aparece traducida íntegramente al inglés, desde el francés y alemán originales de la edición de Rolf Tiedemann de 1982. El mítico capolavoro de Benjamin, sin embargo, aparece ante el lector desprevenido como un fárrago informe de fragmentos y comentarios agrupados en 36 secciones o «convolutos» (del alemán Konvolut, dossier). Un collage literario ocasionalmente deslumbrante y habitualmente fatigoso, para el que J.M. Coetzee pronostica sin ironía un futuro de edición abreviada, extraída de las secciones ‘moda’, ‘el coleccionista’, ‘el interior’, ‘Baudelaire’, ‘ciudad onírica’, ‘sobre epistemología’, y ‘fotografía’, y compuesta preferentemente con textos del propio Benjamin, evitando las extensas citas de autores del XIX y contemporáneos del filósofo que éste testarudamente recopila.
Se trata sin duda de un esfuerzo colosal —y finalmente frustrado— por producir una historia fisionómica, que sea capaz de interpretar componiendo simplemente un palimpsesto con los hechos, y que utilice como materia bruta no tanto las obras destacadas de una época como sus residuos. Benjamin, que cita las memorias de Haussmann lo mismo que los comentarios elogiosos de Le Corbusier sobre el barón, agrupa sus recortes y notas sobre la metamorfosis de París en el convoluto significativamente titulado ‘haussmannización, lucha de barricadas’, proponiendo la lectura convencional de las reformas urbanas del Imperio como operaciones quirúrgicas que combinaban modernización y represión: la adaptación de París a las necesidades de la revolución industrial y la preocupación por controlar la conflictividad potencial del nuevo proletariado urbano. Sin embargo, en 1928 el filósofo berlinés había dedicado su obra Einbahnstrasse a su amante, la comunista y directora de teatro letona Asja Lacis: «Esta calle recibe el nombre de quien, como un ingeniero, la trazó a través del autor». Por esa avenida rectilínea circuló antes el Haussmann más amigo de los ingenieros que de los arquitectos, y en esa calle de dirección única se extravió un Benjamin más lúcido cuanto más laberíntico, sepultado en su insensata y fascinante crestomatía de convolutos.