Junto al automóvil, el aeroplano o el zepelín, el barco fue uno de los sueños mecánicos de los arquitectos modernos, que vieron en sus formas la expresión de una funcionalidad depurada y grácil, y también de la generación posterior, que encontró en el mundo del mar una fecunda metáfora organicista. Ahora, la tradición jalonada por casos como el Club Náutico de San Sebastián de Aizpurúa y Labayen, el Yacht Club de Albert Frey en Salton Sea o la Ópera de Sídney —con sus velas de hormigón—, encuentra una nueva referencia en el Club Náutico de Mónaco, la última obra de un arquitecto moderno sin concesiones, Norman Foster.
Se trata de una pieza que, además de aprovechar el agua marina como refrigerante natural, mimetiza sin reparos la forma de un buque para incrustarse en el frente marítimo de Montecarlo, sobre unos terrenos ganados al mar en la zona del puerto. Destinado a fines sociales y deportivos, el edificio está formado por un apilamiento escalonado de bandejas que evocan los puentes de un buque y se delimitan con un sistema de acristalamiento móvil que permite matizar el grado de apertura hacia el exterior. Desde este palco, a medio camino entre la tierra y el agua y protegido los días de sol con carpas retráctiles tensadas de los mástiles y botavaras del edificio-barco, es posible disfrutar de las vistas sobre el mar, o bien, una vez al año —de nuevo, la afición moderna por las máquinas—, seguir las carreras de Fórmula 1.