Utilizar la arquitectura como un emblema, a veces también como un señuelo tecnológico, no es algo nuevo. Basta recordar la recurrente asociación de los edificios de vanguardia con los automóviles, un vínculo forjado en la época de Le Corbusier y que continúa en nuestros días. Pero, tras la ‘cuarta era de la máquina’ —la que conduce desde lo analógico hasta lo digital—, el símbolo de la vanguardia no son ya los coches, sino los artefactos ‘inteligentes’ cuya necesidad se crea gracias a métodos cada vez más eficaces. Esto explica por qué las grandes corporaciones tecnológicas confían en parte su imagen de marca a arquitectos de prestigio, pues entienden que los edificios impactantes y fácilmente legibles son la mejor publicidad. Es el caso de Apple, que tras la estrecha relación mantenida entre Norman Foster y Steve Jobs durante las fases preliminares del diseño de la gran sede anular de la compañía en Silicon Valley, encargó en 2013 al británico sus tiendas corporativas. A la primera, presentada hace algunos meses en Estambul, ha seguido otra en Hangzhou, en el estratégico mercado chino, uno de los más importantes para la empresa californiana. Expresando a través de su geometría rotunda y sus líneas depuradas la sutileza formal y la innovación técnica que caracteriza los productos de Apple, la tienda de Foster está cobijada en una inmaculada caja blanca de 15 metros de altura, cuya sofisticada fachada de grandes paños de vidrio muestra los objetos del interior con la transparencia de una colosal pecera.