Un retrato de Fernando Higueras (Madrid, 1930-2008) preside el acceso a la exposición dedicada por la Fundación ICO y el Ministerio de Fomento a esta apoteósica figura de la arquitectura española del siglo XX. El retrato es de Lola Botia, comisaria de la retrospectiva, colaboradora y pareja de Fernando durante 34 años, y responsable de la fundación que mantiene y difunde su legado. En un gesto suyo habitual, Higueras se tapa con su mano derecha la mitad del rostro. Su estrabismo obligaba a sus ojos a tomarse descansos. Quizá también su mano necesitaba sosiego. Con las manos tocaba la guitarra con maestría, dibujada y pintaba con una destreza extraordinaria o apretaba el disparador de su cámara de fotos. Pero sobre todo, su mano trazaba la expresión de una capacidad y un talento arquitectónico inconmensurables.Pero ese retrato también puede tener una lectura menos prosaica. Higueras parece darnos a medias la bienvenida a su exposición, receloso acaso de mostrar a un público quizá no del todo desprejuiciado el contenido de una trayectoria obsesiva. No es que fuera precisamente tímido; es acaso que su deliberado y contradictorio ostracismo, que le llevó a terminar su vida recluido en una casa excavada en torno a un patio de luz —escenario de sus desenfrenos y excentricidades—, constituye un posicionamiento artístico visceral: el de quien se siente libre al margen de lo políticamente correcto, diríamos hoy; el de alguien inclasificable y anárquico ajeno al corsé de modas y etiquetas...