Añoramos el campo, pero preferimos la ciudad. Hemos elegido vivir juntos y, votando con los pies, la mitad de la humanidad es ya urbana. La ciudad no es sólo nuestra mejor invención; es también el principal recurso con el que enfrentarnos a la crisis ecológica y climática. Por más que parezca paradójico, el cemento es más verde que el césped, y la ciudad compacta la forma más eficaz de habitar el planeta: consume menos espacio y menos tiempo, menos materia y menos energía. Frente a la ciudad dispersa que se desparrama en el territorio, la compacta emplea menos suelo para sus edificios y sus infraestructuras de transporte, permite hacer más eficaces y breves los desplazamientos, utiliza menos recursos materiales en su construcción, y requiere menos energía tanto en la climatización de los inmuebles como en las redes de comunicación. La densidad, continuidad y complejidad de la ciudad compacta sirven, además, de soporte físico y social para los intercambios de ideas y de afectos que hacen de las aglomeraciones urbanas motores de innovación y polos de atracción.

La ciudad tiene, sin embargo, una larga historia de adversarios. El ‘menosprecio de corte y alabanza de aldea’ posee un extenso pedigrí literario, y la advertencia frente a los peligros y vicios urbanos es casi tan antigua como las ciudades mismas. La nostalgia bucólica de la naturaleza y la vida sencilla recorre toda nuestra cultura, una cultura que se engendró precisamente en las ciudades. Pero si en el mundo clásico y en el feudal las ciudades eran espacios de libertad, los dark satanic mills de la Revolución Industrial produjeron ciudades atroces, más insalubres y desesperanzadas que las de siglos anteriores. El Manchester descrito por Friedrich Engels o el ominoso Berlín de piedra guillermino suscitaron reacciones regeneracionistas o utópicas de carácter antiurbano, y la ciudad-jardín —en sus diferentes variedades— se propuso como una vía de conciliación con la naturaleza. Desde John Ruskin o William Morris hasta Leon Tolstoi o Piotr Kropotkin, y desde Frederick Law Olmsted o Élisée Reclus hasta Ebenezer Howard o Patrick Geddes, el tránsito del siglo XIX al XX está esmaltado de literatos, biólogos, geógrafos y paisajistas que se proponen remediar los males de la ciudad industrial... 


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