El Prado de Moneo

Una ampliación ejemplar

30/06/2018


En octubre de 2007 se inauguró la ampliación del Museo del Prado proyectada por Rafael Moneo; pasados diez años, puede decirse que el nuevo museo ha sido un verdadero logro. En esta década se ha podido comprobar el feliz resultado arquitectónico de la obra: las actuales áreas de acogida y esparcimiento de los visitantes, así como la entrada de los Jerónimos, el auditorio, la tienda y el restaurante, las salas de exposiciones temporales, los depósitos, almacenes, talleres de restauración y zonas de carga y descarga han sido construidos con holgura y funcionalidad. Además de crear un paradigma clásico de museo contemporáneo con la fachada del edificio de los Jerónimos —logia dórica de ladrillo rojo e imposta de mármol Macael—, Moneo ha sabido dotar de orden a la parte trasera del edificio de Juan de Villanueva, ha dado un sentido arquitectónico a la escalonada colina de los Jerónimos y ha proporcionado, al fin, nuevas pautas para las futuras intervenciones en el conjunto monumental del Campus del Prado.

Para celebrar el éxito de la ampliación de Moneo, el Museo del Prado ha publicado un volumen conmemorativo de 190 páginas, tamaño mediano y formato cuadrangular. Su contenido está dividido en dos partes fundamentales, una gráfica y otra literaria. La primera está compuesta por 73 fotografías de la ampliación hechas por Joaquín Bérchez, catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Valencia, que desde hace unos años se ha convertido en uno de los grandes fotógrafos de arquitectura. Autor de importantes libros sobre la arquitectura barroca española e hispanoamericana, Bérchez conoce a fondo la teoría del arte de edificar. La segunda parte, de carácter literario, se debe a Jorge Fernández-Santos, historiador y crítico de arte especializado también en arte barroco y literatura artística, que tiene en su haber intelectual, entre otros, un voluminoso libro recién publicado sobre ‘la arquitectura posible’ del Padre Caramuel, teórico de la ‘función oblicua’ y padre de la moderna secta antivitruviana (véase Arquitectura Viva 202). Como colofón, señalaremos que las fotografías de Bérchez y el ensayo heurístico de Fernández-Santos se acompañan con un texto informativo de Beatriz Lumbreras acerca de la organización y el funcionamiento institucional del Prado de Moneo.

Antes de reseñar el contenido conceptual y formal de este volumen, es necesario recordar que los libros de arquitectura siempre han estado ilustrados con dibujos de las plantas, los alzados, las secciones, los pormenores ornamentales y las maquetas de los edificios. Estos son el meollo de cualquier libro sobre el arte de construir, de suerte que el texto no es más que la fracción didáctica necesaria para explicar la parte gráfica o visual del orden arquitectónico. Desde la invención de la imprenta en el siglo xvi, los libros de arquitectura contaron con grabados que permitieron difundir los modelos arquitectónicos en los distintos países occidentales. Ahora bien, en la segunda mitad del siglo xix se produjo una revolución iconográfica de las imágenes de arquitectura: los grabados fueron sustituidos por las fotografías de los edificios y sus pormenores. Los primeros daguerrotipos, todavía borrosos, consistieron en vistas de calles y casas, modelos estáticos fácilmente captados por la cámara oscura. Pronto, las fotografías de los monumentos del pasado y las construcciones modernas interesaron a los editores de álbumes arquitectónicos. El nuevo concepto de ‘monumento’ y la curiosidad por su historia, así como el incremento del turismo cultural, influyeron poderosamente en la impresión de tarjetas postales que los viajeros enviaban a sus amistades para darles cuenta de sus excursiones. Así comenzaron a formarse las primeras empresas comerciales especializadas en la venta de fotografías de arte y arquitectura, como la casa Alinari de Florencia, todavía hoy activa.

Susan Sontag escribió que «la fotografía es, antes que nada, una manera de pensar» y John Szarskowski que «la fotografía es un sistema de selección visual»: ambos axiomas son aplicables a las excelentes fotografías de arquitectura de Bérchez. En sus clisés, el ojo sabio del profesor se une al ojo experto del fotógrafo que busca la imagen más perceptible de una arquitectura. Persona sensible y perspicaz, Bérchez es un artista que utiliza el aparato fotográfico para descubrir la poética del arte de construir. Interesadas por las formas y su valor simbólico, sus fotografías son reveladoras de lo inteligible de la arquitectura; de ahí que la serie de vistas de la ampliación del Prado de Moneo recogida en el libro que se está reseñando constituya al mismo tiempo un relato visual y una manifestación de la altísima calidad del diseño y de la realización arquitectónica, elevada a su máxima categoría por uno de los grandes maestros del arte de edificar de nuestro tiempo.

Difícilmente se puede hacer un estudio monográfico de un monumento histórico reconstruido o modificado en varias ocasiones sin analizar los restos o vestigios anteriores a su último estado. Es algo que vale especialmente para la ampliación del Prado de Moneo, sobre todo para sus partes más significativas, como la Sala de las Musas y el claustro barroco de los Jerónimos. La necesidad de dar cuenta de los estratos previos hace que Fernández-Santos, en el capítulo titulado ‘Estratigrafía por episodios’, mencione y reproduzca la planta de la basílica de San Pedro del Vaticano que figura en el libro Templum Vaticanum (1694) de Carlo Fontana. En esta planta aparecen superpuestos los restos de los cimientos del Circo de Nerón, la basílica constantiniana y el templo actual: una manifestación de que existen monumentos que son auténticos palimpsestos. A este respecto quiero mencionar un célebre artículo de mi maestro francés, Elie Lambert, que mostró que, en la configuración de la catedral gótica de Chartres, fue fundamental la existencia anterior de un ninfeo romano y una iglesia románica. En muchos edificios, la investigación arqueológica es un medio eficaz para entender las nuevas soluciones.

Una mirada reflexiva

La serie de fotografías de la ampliación hecha por Bérchez es el fruto de una larga y profunda reflexión. Para obtener la máxima expresión de las imágenes, no sólo busca pacientemente el punto de vista más favorable, sino que espera la llegada de las mejores condiciones luminosas para disparar su cámara. Consciente de las posibilidades que le ofrece el objetivo, trata de captar las formas más llamativas y sensuales, aunque en principio pertenezcan al mundo de lo inorgánico. Interesado por lo raro y significativo del repertorio estructural o decorativo de la arquitectura, Bérchez comunica a sus fotografías un hálito de vida casi biológica. De ahí que sus instantáneas de la piel de los edificios sean siempre sorprendentes y nos hagan descubrir el alma y la razón de ser de un edificio y la voluntad de perennidad y belleza infundida en él por su creador. Bérchez se deleita mostrando la brillantez de las superficies lisas y pulidas o, por el contrario, la rugosidad y la aspereza intencionada de las texturas de los materiales, las aristas y partes blandas, las sombras proyectadas por los volúmenes y resaltos. Muchas veces se fija también —aunque esto no venga al caso en este libro que retrata un edificio recién estrenado— en las fisuras y grietas que el tiempo infringe a las construcciones, a las ruinas.

El relato literario de Jorge Fernández-Santos sobre el Prado de Moneo asume la forma de un ensayo o disertación apologética que discurre por un cauce descriptivo, paralelo al del reportaje visual de Joaquín Bérchez. Aunque su género es distinto, texto y fotografías coinciden en una auténtica manera de entender la arquitectura. El itinerario del discurso es el mismo hilo conductor que atraviesa transversalmente todo el nuevo espacio trapezoidal que va desde la sala basilical de las Musas, de Villanueva, hasta el claustro barroco del antiguo Monasterio de los Jerónimos que corona el nuevo edificio; dos espacios que Fernández-Santos denomina ‘las dos presidencias’. El enlace entre la parte antigua del Prado y la ampliación moderna tiene como punto intermedio, entre los dos polos señalados, el amplio y despejado espacio emancipado del llamado ‘Paseadero’: la cuña oblicua —hall, lobby o carrefour— donde se encuentran la librería y la tienda de objetos artísticos, el restaurante y la cafetería, las taquillas, los puntos de información, los guardarropas y los demás servicios como la entrada al auditorio y el paso a las salas de exposiciones temporales. Esta planta de arquitectura de acero, cristal, madera y hormigón es un espacio diáfano y luminoso, una especie de moderno salón de pasos perdidos que, al igual que las salas de espera de un aeropuerto, está lleno de movimiento y vida, y contrasta con el silencio y la quietud de las salas y los gabinetes donde se exponen las antiguas piezas del arte del pasado.

El lector del texto de Fernández-Santos, como el visitante que entra en la Sala de las Musas, tiene la impresión de encontrarse en un lugar excepcional, en un santuario o palacio de las artes. En este espacio —que durante doscientos años sufrió modificaciones—, Moneo ha restituido la instalación que, en 1936, el historiador del arte Elías Tormo hizo de las estatuas sedentes de mármol de las Musas; unas estatuas que, procedentes de la colección de la reina Cristina de Suecia en el siglo xviii, compraron en Roma el rey Felipe v y su esposa Isabel de Farnesio. Colocadas en el ábside basilical que remata el eje central del edificio neoclásico, las estatuas conforman una asamblea de alta significación simbólica: sostenidas por gruesos pilares dóricos, generan un ritmo acusado por los ventanales verticales, en un poderoso contraluz. La sala, estucada de rojo pompeyano y con un pavimento de piedra blanca de Colmenar dispuesto en espinapez, funciona como un mítico pernio que hace que el visitante del Prado retorne al origen divino del arte.

Con acierto y erudición, Fernández-Santos recoge la famosa cita de Paul Valéry en Eupalinos ou l´architecte: «la mayor libertad nace del máximo rigor». También reproduce la imagen emblemática del arquitecto que, en Le premier tome de l´architecture de Philibert de l´Orme (1567), avisaba a los artífices de que era necesario hacer arte con las contrariedades. Moneo —que en su discurso de entrada en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en 2005, pronunció un discurso sobre el concepto de arbitrariedad en arquitectura— no se arredró en la polémica acerca de conservar o no en su sitio y nivel original el claustro del antiguo monasterio de San Jerónimo el Real, que en la actualidad corona la última planta del edificio nuevo.

Elogio del pasado

El respeto de Moneo por la historia fue decisivo para integrar el antiguo claustro de los Jerónimos con la ampliación del Prado. Como recuerda Fernández-Santos, en el siglo xix desaparecieron en Madrid muchas iglesias y conventos; de ahí que este claustro sea una pieza representativa y valiosa de la arquitectura coetánea a Velázquez, Calderón de la Barca y Felipe iv. Obra del arquitecto y tratadista agustino fray Lorenzo de San Nicolás, el claustro está labrado con piedra berroqueña, y presenta un alzado en el que se suceden o superponen el orden rústico o toscano y el orden dórico, tal y como muestra el Coliseo de Roma representado en el libro de Serlio, al que Fray Lorenzo alude en la primera parte de su tratado Arte y uso de la arquitectura, de 1639. El proyecto de Moneo implicó el desmontaje de 2.000 sillares de piedra, uno a uno, y su montaje en el nuevo emplazamiento, sobre un muro de refuerzo de hormigón armado. Cubierto con una cristalera, el claustro es un gran lucernario. Con gran acierto, Moneo abrió en el centro del claustro un pozo cuadrado que, descendiendo hasta las salas de exposiciones, las inunda de una tamizada luz natural. El claustro, en el que se han colocado siete esculturas de busto, cinco de cuerpo entero y los altorrelieves de Leone y Pompeo Leoni con efigies de la familia real, es hoy un espacio utilizado como sala de recepciones y solemnes celebraciones institucionales del Patronato y la Dirección de Museo.

Interesante es también la mención que Fernández-Santos hace del esquema de diseño de las cuatro galerías de un claustro que figura en el Album de dessins et croquis de Villard de Honnecourt. Se trata del dibujo geométrico para determinar el ancho de las galerías respecto a la dimensión del vacío central: un procedimiento que hunde sus raíces en la Antigüedad clásica, de Pitágoras a Vitruvio, y que la Edad Media transmitió al Barroco. Como se sabe, la figura cuadrada se ha considerado en nuestra tradición grecolatina la más perfecta y, junto al punto central, el círculo y la cruz, uno de los cuatro símbolos fundamentales; para Platón, era, de hecho, la representación de la estabilidad. El trazado ad quadratum de Villard de Honnecourt tiene también que ver con simbolismo del claustro, considerado por Champeaux la imagen de la Jerusalén Celeste, un lugar de sabiduría donde entraban en contacto tres niveles: el pozo del subsuelo, la tierra firme y el cielo. Con su cita al pasado, Moneo demuestra ser así un arquitecto lleno de una sabiduría a un tiempo antigua y moderna.

Para cerrar esta reseña, es necesario llamar la atención sobre dos fotografías de Bérchez. En la primera —Exterior del Paseadero con la Puerta de los Jerónimos, escalones de ascenso y descenso y plataforma ajardinada— domina la alfombra verde de un parterre de oblicuas hileras de boj. La segunda —con la que finaliza la serie titulada Moneo, Villanueva y Cabrero— es una vista panorámica tomada desde la habitación nº 516 del Hotel Ritz, que abarca desde el Ministerio de Sanidad hasta el Museo de Juan de Villanueva y la ampliación de Moneo. La piedra y el ladrillo, y el buen hacer de los tres monumentos que dialogan a distancia, casan con la monumentalidad de uno de los ámbitos urbanos más bellos y despejados de Madrid. Su presencia es la prueba de su perfecto engarce con la tradición de la arquitectura secular española.


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