El ascenso del populismo
El ‘Brexit’ y Trump han marcado un año en el que las democracias liberales han perdido terreno frente al populismo y el autoritarismo. Las guerras y estados fallidos de Oriente Medio y el Magreb se sumaron a la vigorosa demografía del África subsahariana para producir oleadas migratorias que exacerbaron la xenofobia en Europa, alimentando movimientos de proteccionismo que se vieron refrendados por cada nuevo acto de terrorismo islamista, desde Niza hasta Berlín. El principal teatro bélico fue el rompecabezas de Siria, donde el conflicto civil entre suníes y chiítas fue un episodio de la pugna regional entre Arabia Saudí e Irán, de los intereses nacionales de Israel y Turquía, y del pulso geopolítico entre unos Estados Unidos en trance de retirada y una Rusia crecientemente segura de sí misma, y donde el sitio de Alepo hizo de la ciudad un símbolo del sufrimiento. Mientras tanto, las dificultades de los países emergentes de América Latina y la ralentización del crecimiento en China hicieron disminuir la temperatura económica del ámbito Pacífico, pero no el riesgo asociado a su condición de escenario donde se dirime el forcejeo por la hegemonía entre las dos superpotencias.
En todo el planeta, la rebelión contra la desigualdad y las élites —de perfiles cada vez más confusos en la época de la posverdad generada por las redes sociales— coexiste con unos avances científicos y técnicos que modificarán nuestras sociedades más allá de lo que hoy podamos imaginar, justificando la adopción del término ‘Antropoceno’ para describir la actual época del periodo cuaternario, que está siendo testigo de la transformación de la corteza terrestre y del propio clima por la acción del hombre, la misma que a través de la biotecnología, la robótica y la inteligencia artificial puede llegar a poner en cuestión la naturaleza última de lo humano.
Los refugiados de dramas como el de Alepo llegaron a Europa por Grecia, dando lugar a reacciones xenófobas que ignoran el destino compartido de una humanidad que ha transformado por entero la corteza terrestre.
España, que por su condición europea comparte la preocupación por el futuro de la Unión —asediada por el ascenso del populismo que avivan las fracturas de la crisis, el descontento de los atropellados por la globalización y el impacto de la inmigración— vivió un año de incipiente bonanza económica e impasse político, con un Gobierno en funciones y unos partidos incapaces de llegar a acuerdos, mientras los numerosos casos de corrupción provocaban la desmoralización ciudadana, y las tensiones centrífugas se exacerbaban en Cataluña. Los diferentes procesos electorales mostraron una débil recuperación del Partido Popular —apoyado por la canciller alemana en la difícil defensa de la austeridad que se ha impuesto a los países deudores del sur del continente— y un hundimiento del PSOE, acosado por los populistas de Podemos, y que finalmente condujo a la dimisión de su secretario general.
En el terreno de la arquitectura, el propósito de enmienda suscitado por la crisis no ha impedido la culminación de importantes obras, pero ha llevado la construcción elemental a los gran-des foros de exposición y debate. Así, los suizos Herzog & de Meuron han completado un año extraordinario, con la inauguración del nuevo edificio de la Tate en Londres y la terminación de la esperada y polémica Elbphilharmonie en Hamburgo, dos piezas emblemáticas que se suman a la exacta Fundación Feltrinelli en Milán, el exquisito edificio de Vitra, la delicada intervención en Colmar o el singular rascacielos residencial en Nueva York.
En su annus mirabilis, Herzog & de Meuron completaron obras tan singulares como la nueva Tate Modern, Colmar y la Elbphilharmonie, mientras Bjarke Ingels inauguró el pabellón de la Serpentine y Calatrava el Oculus.
Como ellos, muchos otros europeos han llevado a término obras significativas en los Estados Unidos: los noruegos de Snøhetta, la ampliación del Museo de Arte Moderno de San Francisco, impulsado por las fortunas tecnológicas de Silicon Valley; el británico David Adjaye, el Museo de Historia y Cultura Afroamericana en el Mall de Washington, inaugurado apropiadamente al término del mandato del primer presidente de color; el alternativamente admirado y denostado español Santiago Calatrava, el impresionante Oculus en la Zona cero neoyorquina, que poco a poco sutura las heridas del 11-S; y el danés Bjarke Ingels, un innovador conjunto residencial que hibrida la manzana y la torre, y que constitiye en Nueva York el reverso morfológico del metafísico y esbeltísimo rascacielos levantado por el argentino Rafael Viñoly.
En Europa, por su parte, se finalizaron proyectos tan destacados como la Fundación Niarchos en Atenas, un templo contemporáneo realizado por el italiano Renzo Piano que incorpora la Ópera y la Biblioteca nacionales; la rehabilitación en Venecia del histórico Fondaco dei Tedeschi, llevada a cabo por el holandés Rem Koolhaas para alojar un centro comercial; o la insólita construcción sobre un edificio patrimonial en el puerto de Amberes que ha sido obra póstuma de la anglo-iraquí Zaha Hadid. Edificios a los que deberían sumarse la atmosférica ‘Nube’ de Fuksas en Roma, que comparte estética con el complejo de Coop Himmelb(l)au en Shenzhen, con la ópera de Toyo Ito en Taichung o con la sede europea en Bruselas de Philippe Samyn.
En contraste con esta abrumadora colección de iconos, el premio Pritzker distinguió la tra-yectoria del chileno Alejandro Aravena, cono-cido sobre todo por sus proyectos de vivienda social, y que fue también director de una Bienal de Venecia centrada en el compromiso con lo necesario y el uso inventivo de las técnicas sencillas; un evento que reforzó su mensaje con el transformador Droneport de Norman Foster, y con la concesión de los leones de oro al brasileño Paulo Mendes da Rocha por su trayectoria ejemplar, al paraguayo Solano Benítez por su innovadora construcción es-tructural, y al pabellón de España como reconocimiento de los méritos de una arquitectura que no ha renunciado a la calidad en el contexto de austeridad impuesto por la crisis.
La bienal veneciana de Aravena otorgó el León de Oro al pabellón de España, el congreso de Pamplona debatió el cambio de clima en la profesión y en el planeta, y Foster ganó el concurso para ampliar el Prado.
También en España se celebró el IV Congreso Internacional de la Fundación Arquitectura y Sociedad, inspirado por los mismos propósitos, y que desde su primera edición en 2010 ha llevado a Pamplona a diez premios Pritzker para dialogar con arquitectos alternativos como Francis Kéré, Anna Heringer o los propios Benítez y Aravena sobre el necesario cambio de clima en la profesión, un objetivo que en esta ocasión reunió a figuras como Koolhaas, De Meuron, Vassal, Maas o Ingels, que en este ejercicio fue también responsable del siempre mediático pabellón de la Serpentine Gallery. Pero el evento del año en España fue sin duda el concurso de ampliación del Museo del Prado, en el que intervinieron, entre otros, Souto de Moura, Chipperfield o Koolhaas, y que finalmente fue adjudicado a Norman Foster, asociado para la ocasión con el madrileño Carlos Rubio.
El concurso internacional más importante y concurrido fue sin embargo el del Museo del Siglo XX en el Kulturforum berlinés, ganado por Herzog & de Meuron con un colosal galpón de ladrillo que reúne admirablemente lo elemental y lo icónico, y que culmina su singular annus mirabilis. En el capítulo de premios no pueden dejar de reseñarse el Imperiale de Mendes da Rocha (que se sumó al León de Oro veneciano y al de la Bienal Iberoamericana) o la medalla de oro del RIBA de Hadid, que en el año de su triste y prematura desaparición recibió también uno de los premios Aga Khan, cuya promoción del pluralismo culminó en esta edición con los galardones concedidos al Superkilen de Copenhague o a dos proyectos de construcción elemental y sensibilidad social en Bangladesh, una mezquita que prescinde del minarete y un centro que se funde con el paisaje. Ya en el ámbito español, el Premio Nacional de Arquitectura se concedió a Rafael Moneo, el Nacional de Restauración a Antonio Almagro, y la medalla de oro del CSCAE conjuntamente a Víctor López Cotelo y Guillermo Vázquez Consuegra.
Y en el colofón siempre melancólico de pérdidas, a la mencionada Zaha Hadid deben añadirse el mexicano Teodoro González de León, el francés Claude Parent, el británico Peter Blundell Jones o el joven portugués Diogo Seixas Lopes, además de los españoles Joaquín Casariego, Vicente Patón, Luis Miquel o Fernando Redón, pertenecientes a diferentes generaciones pero unidos por el empeño en intervenir en el mundo a través de la arquitectura, una profesión de optimismo que se enfrenta al vendaval populista que azota nuestras sociedades sin otras armas que la defensa del rigor y la excelencia.