Cultura de concurso
Fuensanta Nieto y Enrique Sobejano se explican muy bien. Tras escuchar el argumentado relato de sus proyectos, es difícil no compartir sus interpretaciones: proponen un papel generador para la cubierta, y es obligado hallarlo en los perfiles serrados o las azoteas perforadas; sugieren la importancia fértil de la geometría, y no hay planta donde ésta no se afirme con elocuencia; valoran la expresividad plástica de los materiales, y cada fachada deviene un campo experimental, a menudo en colaboración con artistas afines; subrayan el protagonismo dramático de la luz, y las secciones evidencian la voluntad de modelarla con rotunda precisión; mencionan la trascendencia del paisaje, y es imposible no detectar las huellas de su fascinación por el land art en muchos de sus gestos proyectuales; o comentan el diálogo de sus arquitecturas con las existentes, y la propia secuencia de los emplazamientos suministra ya un catálogo de conversaciones con la historia.
Pero más allá de estos rasgos, muchos de los cuales comparten con otros miembros de su generación, acaso las dos características que mejor diferencian la trayectoria de Nieto y Sobejano sean la violencia formal y el cosmopolitismo vital. En el terreno de la forma, las radicales apuestas que les han valido el triunfo en tantos concursos son de una abrupta esencialidad que parece difícilmente compatible con la orquestación de unos usos frecuentemente culturales y con la inserción en entornos frecuentemente patrimoniales; sin embargo, el resultado final modula y modera la propuesta sin despojarla de su aire desafiante y su tacto abrasivo. Y en el ámbito de la vida, tanto su esforzada formación internacional como su espontánea proyección profesional fuera de nuestras fronteras señalan la carrera de la pareja madrileña con una singularidad que la distingue de otras contemporáneas, marcadas alternativamente por las raíces testarudas o el desarraigo displicente.
Este cosmopolitismo genuino, que les ha permitido alimentarse intelectual y estéticamente en distintas latitudes sin ser secuestrados por ninguna, formando un arco que se extiende desde los años americanos hasta el despacho berlinés y la enseñanza o las obras en la Europa de habla alemana, tiene un punto de inflexión con el Premio Aga Khan otorgado a su exacto museo horizontal en la cordobesa Medina Azahara: un galardón de especial valor por su modélico proceso de evaluación y selección, que se concede por primera vez a arquitectos españoles, y que tendrá como inevitable resultado la ampliación geográfica del trabajo del estudio al norte de África, Oriente Medio y Asia. Desde sus sólidos y matizados fundamentos occidentales, la cultura de concurso de Nieto y Sobejano tiene mucho que aportar al panorama arquitectónico de esa parte del mundo en mutación, y se beneficiará aún más del contacto íntimo con esos ‘otros’ a la vez próximos y lejanos.
Luis Fernández-Galiano