Construcciones de película
Dos documentales sobre Gehry y Foster retratan con ópticas contrapuestas la profesión de arquitecto, entre el genio artístico y la orquestación coral.
La arquitectura ama el cine, pero este sentimiento es rara vez correspondido. El ojo en movimiento de la cámara se ha alimentado copiosamente de la construcción contemporánea, y sin embargo no es frecuente que el cine se proponga desentrañar los mecanismos de la creación del espacio, prefiriendo limitarse al consumo de escenarios y al ocasional protagonismo de algún arquitecto de dibujos animados. Hace tres años, la película de Nathaniel Kahn sobre su padre, el legendario Louis Kahn —My Architect. A Son’s Journey—, fue un testimonio conmovedor del viaje de un hijo ilegítimo hacia sus fuentes biográficas y hacia el corazón de la arquitectura, un retrato ensimismado, amargo y perplejo del progenitor al que apenas llegó a conocer y del maestro cuyas huellas se buscan en edificios impasibles, y una prueba palpable de la poesía y emoción con que el cine puede comenzar a saldar su deuda con la construcción. Esta tempo-rada, los documentales de Sydney Pollack sobre Frank Gehry y de Mirjam von Arx sobre el ‘pepino’ de Norman Foster, que se han estrenado de forma casi simultánea, suministran visiones abiertamente enfrentadas sobre el papel social, artístico y urbano de la arquitectura, y sobre los procesos de colaboración profesional, negociación económica y pugna política en los que se enmarca.
Las recientes cintas de Sydney Pollack sobre Frank Gehry y de Mirjam von Arx acerca de la construcción del ‘pepino’ de Norman Foster tienen su antecedente en el documental de Nathaniel Kahn sobre su padre.
En Sketches of Frank Gehry, el veterano director de Hollywood dibuja a su amigo arquitecto con los trazos hiperbólicos del genio, y tanto en sus relajadas conversaciones como en las numerosas entrevistas a clientes empresariales o colegas artistas, el veterano maestro de Los Ángeles aparece como un niño juguetón y sabio que produce belleza con espontaneidad distraída, por más que asegure necesitar sufrir, porque «cuando sale demasiado fácil es que está mal». Pero el cineasta desmiente sus palabras filmándole mientras dibuja con fluidez sus líricas madejas de líneas enrevesadas o mientras construye pequeñas maquetas con cartulina y cello, pensativo a veces, alborozado las más; y le contradice también cuando el arquitecto manifiesta su admiración por los pintores, y asegura no haber logrado crear «superficies pictóricas», un gesto de humildad que Pollack contrapone a una sucesión fascinante de fachadas tornasoladas y ondulantes. Al final, la maqueta queda bien «cuando tiene un aspecto suficientemente estúpido». «¿Y el material?» «No lo sé todavía». En todo caso, «los edificios tardan tanto en construirse que cuando se acaban ya no me gustan».
El hotel de las bodegas Marqués de Riscal usa las características ondas de acero y titanio de Gehry para modelar dos cuerpos unidos por una pasarela, creando espectáculo para los visitantes y un icono para la marca de vinos
Desde el Michael Eisner de Disney o el Rolf Fehlbaum de Vitra hasta el Thomas Krens del Guggenheim o el Dennis Hopper que vive en una casa diseñada por él, todos sus clientes se unen en una letanía de admiración polifónica; los artistas, de Ed Ruscha o Chuck Arnoldi al ubicuo Julian Schnabel, se suman con entusiasmo al coro de alabanzas; y los escasos arquitectos entrevistados, desde el ya muy debilitado Philip Johnson a los críticos Charles Jencks y Herbert Muschamp, expresan opiniones que van desde el aplauso al entusiasmo. Sólo el historiador Hal Foster pone una nota de censura, y tan confusamente expresada que más bien legitima el tono complaciente del retrato. En este océano de halagos y de almíbar, el personaje más pintoresco resulta ser Milton Wexler, su psicoanalista durante los últimos 35 años, que irónicamente rehúsa el mérito por la transformación creativa de Gehry (tras el inicio de la terapia abandonó la arquitectura convencional que hasta entonces construía) y explica cómo desanima a los muchos arquitectos que acuden a él en busca de una receta milagrosa desde que se corrió la voz acerca de su método.
El rascacielos se levanta en el emplazamiento del Baltic Exchange, un edificio destruido por las bom-bas del IRA, y su construcción se había iniciado cuando se produjeron los atentados del 11-S, de manera que la película recoge a la vez el impacto del terrorismo sobre la seguridad de la construcción en altura y sobre el balance de la propia compañía aseguradora que promueve la torre, marcando unos compases sombríos que se compensan con otros episodios de alta comedia, como los que documentan la decisión de contratar el interiorismo —con gran disgusto de Foster— a una firma distinta. Producto de cuatro años de trabajo, el documental sobre el primer rascacielos construido en la City en los últimos 25 años —que comenzó como un proyecto extraordinariamente controvertido y ha acabado siendo un símbolo de Londres, y escenario ya de películas como Instinto básico II y el Match Point de Woody Allen—, es sobre todo una descripción minuciosa y titánica de cómo la arquitectura se enreda con la vida, y un homenaje crítico y lúcido a las mujeres y hombres que hacen posible ese milagro, la materialización en el espacio de un sueño dibujado. En ese territorio improbable hay bien poca distancia entre Foster y Gehry, y la recién ter-minada pirámide del británico en Kazajistán se antoja tan onírica como las mareantes formas etílicas del californiano en la Rioja alavesa. Al cabo, sombras todas, construcciones de película, sueños de la razón o íncubos de la razón dormida.
Con un enfoque casi exactamente opuesto a la exaltación californiana de la inspiración individual, Building the Gherkin presenta la construcción del rascacielos londinense como una empresa colectiva, y la joven directora suiza Mirjam von Arx logra transmitir con admirable verosimilitud tanto la complejidad de los escenarios políticos y mediáticos donde surge la arquitectura como la diversidad de sus protagonistas técnicos y empresariales. Combinando el espectáculo emocionante de la edificación en altura con la narración de las vicisitudes laberínticas de su planificación y los inevitables conflictos y crisis de su desarrollo, la cinta es a la vez un relato heroico y una comedia de costumbres, tan pedagógica en su registro de los procesos de realización y toma de decisiones como perceptiva en el retrato de los personajes, una multitud de ejecutivos, burócratas, diseñadores y contratistas: desde el propio Norman Foster, que argumenta con corrección exacta y helada, hasta el casi siniestro gerente municipal de urbanismo, Peter Wynne Rees, y pasando por los representantes del cliente—la aseguradora Swiss Re—, encabezados por una formidable, cálida e intimidatoria Sara Fox, todos se perfilan con empatía y sentido del humor, fabricando con sus indecisiones, fobias y desencuentros una soap opera vital y vibrante.
La Pirámide de la Paz en Kazajistán recurre a las estructuras trianguladas empleadas por Foster en otros proyectos para erigir un símbolo político y un hito urbano, cuya cúspide remató Brian Clarke con una vidriera de palomas.