Opinión 

Cero más diez

Un balance del 11 de septiembre

Luis Fernández-Galiano 
30/06/2011


Esta revista dedicó el primer número doble de su historia al 11 de septiembre. Entendíamos que la destrucción de las Torres Gemelas poseía, más allá de su evidente trascendencia geopolítica, una dimensión arquitectónica y cultural que merecía explorarse en detalle, y movilizamos a todos nuestros amigos y colaboradores para levantar acta de la catástrofe. Desde el artista Francesc Torres con su testimonio en primera persona del acontecimiento, y hasta el siempre recordado Juan Antonio Ramírez con un recorrido por la historia de la destrucción arquitectónica, una docena de textos de arquitectos, ingenieros y críticos desmenuzaban minuciosamente tanto el impacto emocional y simbólico del evento como la relevancia cultural y tecnológica del rascacielos, un icono de los tiempos modernos cuya vulnerabilidad deviene un símbolo de nuestra propia fragilidad colectiva. A este conjunto de construcciones se añadían análisis de la oficina americana y el relato de la construcción de las torres redactado por su arquitecto, el desaparecido Minoru Yamasaki, amén de una crónica periodística de la semana que siguió a los atentados, compendiada en cinco artículos míos redactados durante esos días y publicados en diferentes secciones del diario El País, y enmarcado todo por una presentación y un epílogo que quise hacer sólo con imágenes para subrayar la excepcionalidad de la publicación.

Diez años después de que diecinueve jóvenes islamistas, dirigidos por el arquitecto egipcio Mohammed Atta, derribaran el emblema del poder tecnológico y financiero de los Estados Unidos, el balance de los especialistas y los medios es coincidente: el 11-S arrastró a la superpotencia a unas guerras de desgaste en Afganistán e Irak que, tras más de 140.000 muertos, casi 8 millones de refugiados o desplazados y alrededor de 4 billones de dólares en coste económico, no han conseguido estabilizar esa zona del mundo, desviando además la atención americana del fenómeno más significativo de la década, el ascenso de Asia. Al-Qaeda ha sido diezmada y su líder Osama Bin Laden liquidado cuatro meses antes del aniversario, pero a costa de desequilibrar un país islámico y nuclear, Pakistán; de erosionar el ‘poder blando’ de Estados Unidos, desacreditado por Guantánamo y Abu Ghraib; y de soportar una colosal carga financiera que ha acentuado el declive del imperio americano, debilitando su competitividad tecnológica y comercial. La mayor seguridad no se ha conseguido sólo limitando las libertades públicas, sino poniendo en marcha una barroca burocracia antiterrorista en la que, según The Washington Post, intervienen más de 1.200 organizaciones gubernamentales y casi 2.000 empresas, que absorben ingentes recursos humanos y presupuestarios. Como señala The Economist, si Osama Bin Laden pudiera hacer un balance póstumo de la década, tendría motivos para estar satisfecho, por más que la actual primavera árabe no haya engendrado todavía el califato islámico por el que combatió.

La destrucción apocalíptica del 11-S —y su atroz saldo de víctimas, que quebró para siempre la inocencia americana y la confianza ciega en la seguridad de su homeland—, cerró el periodo de optimismo abierto por la caída del Muro de Berlín en 1989, que marcó el final de la Guerra Fría, aceleró vertiginosamente una globalización sin fronteras, y difundió la esperanza de disfrutar los que entonces se llamaron ‘dividendos de la paz’. Con el desplome de las Torres Gemelas, Occidente ingresó en el siglo bajo el signo del pánico, y nuestra cultura se precipitó en las tinieblas de la historia. Dos días antes, Berlín había celebrado la inauguración del Museo Judío de Daniel Libeskind (que por cierto ganaría más tarde el concurso para la ordenación de la Zona Cero), y la víspera de los atentados el Museo del Prado había recordado con alegría el vigésimo aniversario del retorno a España del Guernica de Picasso, ocasiones ambas festivas en lo que tenían de exorcismo de los horrores del atribulado pasado europeo, con el exterminio masivo de gentes indefensas en las cámaras de gas o en los bombardeos urbanos: súbitamente, aquellos fotogramas en blanco y negro que suponíamos congelados en los abismos del tiempo adquirían vida propia, y desplegaban su violencia cruel ante nuestros ojos asombrados. Ese día entramos en el siglo XXI, y supimos que los años siguientes se desarrollarían bajo la sombra alargada de unas torres ausentes.

Ya aprendimos entonces que la catástrofe neoyorquina no impediría la construcción de nuevos rascacielos, y el orgullo herido de la ciudad y del país hacía prever una reconstrucción rápida y vigorosa de la Zona Cero de Manhattan. Acaso como símbolo de la confusión o la impotencia americanas, el proceso de regeneración de la herida urbana causada por la ruina de las torres fue por el contrario lento y caótico, de suerte que el décimo aniversario se celebra con sólo uno de los cuatro rascacielos previstos en construcción —la llamada Freedom Tower, diseñada por David Childs—, sin haber logrado inaugurar el pequeño museo de Snøhetta, completar el gran intercambiador de transportes de Santiago Calatrava, o iniciar siquiera el centro de artes escénicas de Frank Gehry. Únicamente el memorial de Michael Arad y Peter Walker, dos estanques en la huella de las torres, con los nombres de las víctimas grabadas en su perímetro y un hueco central por el que la plácida lámina de agua se precipita hacia un vacío sombrío, ha llegado a tiempo para la efemérides, si bien su ensimismado lirismo resulta aún difícil de apreciar en el marco confuso de un gigantesco solar en obras. Nueva York se ha recuperado del golpe, el sur de Manhattan es hoy una zona vibrante de actividad, jalonada con nuevas realizaciones, pero la historia premiosa, frustrante y embarullada de la reconstrucción de la Zona Cero refleja quizá el declive impreciso de un imperio global. Desde una Europa paralizada e inerme, sumida en las convulsiones de nuestra propia crisis financiera e institucional, miramos al otro lado del Atlántico y, como hace diez años, todos nos sentimos neoyorquinos. Pero, pese a nuestra voluntad de hacerlo, hoy no podríamos dedicar a la reconstrucción del solar de las Torres Gemelas el número de solidaridad y de homenaje que sí pudimos publicar con motivo de su destrucción.


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