La vida política española está en una encrucijada. La calma de unos días en los que el Parlamento y el Senado están vacíos tiene quizá la misma naturaleza de la quietud que se produce en el ojo de un huracán: un estatismo que sólo se explica por la velocidad de lo que está girando alrededor en capas superpuestas. La primera capa es la emergencia de los nuevos grupos políticos que han dado voz a la insatisfacción ciudadana producida por la crisis y los escándalos de corrupción; una insatisfacción que amenaza (esta vez sí) con romper la hegemonía del bipartidismo. La segunda capa se debe al llamado «proceso soberanista» y a la «desconexión de España», eufemismos tan torpes como eficaces que denotan la posibilidad (de consecuencias impredecibles) de que una parte tan importante del país como es Cataluña se desgaje de resto. La tercera capa responde a otro problema de fronteras, de mucho mayor alcance que el anterior pero de consecuencias también impredecibles: la llegada masiva de inmigrantes a Europa, una tierra que estos siguen considerando ‘de promisión’. Pero esta capa exterior del huracán coincide con una última paralela y adherida a ella: la del terrorismo internacional que, bajo las banderas negras del Estado Islámico, golpea una y otra vez, y de manera indiscriminada, justificando represalias militares cuyas consecuencias, una vez más, son impredecibles. El día 20 de diciembre hay elecciones: ¿estamos seguros de que nuestros líderes sabrán moverse con tiento en el interior de este torbellino?