El título genérico Años alejandrinos ha suscitado cierta perplejidad, y me veo abocado a explicarlo. Por una parte, remite al verso alejandrino, que tiene catorce sílabas divididas en dos hemistiquios de siete, cifras que coinciden con los catorce años durante los que me ocupé de la crítica de arquitectura en el diario El País, precisamente los siete últimos del siglo XX y los siete primeros del XXI. No es algo fácilmente traducible, porque por ejemplo el alejandrino francés tiene sólo doce sílabas, pero la resonancia heptasilábica con los títulos específicos de los dos volúmenes —La edad del espectáculo y Tiempo de incertidumbre— está en continuidad con un testarudo empeño en acuñar títulos de siete sílabas, desde La quimera moderna, El espacio privado o El fuego y la memoria hasta las de mis ingresos académicos, Discurso contra el arte o Arquitectura y vida. Esta afinidad métrica, un poco mester de clerecía frente al mester de juglaría del romance y sus octosílabos, se extiende hasta el endecasílabo y obviamente el alejandrino, pero es muy ajena a las consideraciones numerológicas que llevaron por ejemplo a Neufert a proponer un sistema de normalización octamétrico, advirtiendo frente al empleo del número siete, «que aparece en numerosas prácticas culturales, y sobre todo en aquellas relacionadas con los judíos».
Pero más allá de estas divagaciones literarias, el término ‘alejandrino’ quería sugerir que nuestro tiempo evoca el alumbrado por Alejandro, una época cosmopolita e individualista que hemos denominado helenística, con una cultura producida —como ha escrito J.J. Pollitt— «por pueblos diversos en áreas geográficas muy distantes», y un arte al que se han aplicado los calificativos de manierista, barroco y rococó: lejos de la contención del clasicismo griego, y en un entorno heterogéneo donde aparecen figuras como los clientes particulares, los coleccionistas y los marchantes. En sintonía con la dimensión emotiva de esa producción artística surge una arquitectura teatral, a menudo colosal en su búsqueda del espectáculo, y curiosamente rigorista en su difusión pedagógica de cánones eruditos; así ocurre con Piteo, que abomina el dórico por el problema dimensional que plantean los triglifos y construye templos exactamente modulares; y así también con Hermógenes, que crea un sistema de relaciones proporcionales cuya didáctica prescriptiva llega hasta Vitruvio. En el romano hallamos por cierto la mejor anécdota sobre el encuentro de Alejandro y Dinócrates, el arquitecto al que se atribuye el trazado regular de Alejandría, pero que para lograr llamar la atención del monarca tuvo que disfrazarse de Hércules y proponerle el proyecto visionario de tallar un monte con su efigie, como en efecto se haría casi 2.300 años después en el monte Rushmore con los rostros de cuatro presidentes estadounidenses.
La retícula de Alejandría prolonga una larga tradición que viene al menos desde el siglo vii ac para el reparto de parcelas en las nuevas colonias, y que dos siglos más tarde sería desarrollada por Hipodamo de Mileto, un urbanista a cuyas teorías Aristóteles dedica varias páginas de su Política, donde resume sus aportaciones sin recatarse de definirlo como «un hombre extraño, cuyo afán de distinción le hizo llevar una vida excéntrica», acaso similar a la del Dinócrates que recogería su testigo, o la de tantos arquitectos contemporáneos. En el entorno enrarecido y erudito de la Biblioteca de Alejandría, el poeta Calímaco —que no debemos confundir con el escultor del mismo nombre, dos siglos anterior, al que se atribuye la invención del orden corintio— censuró una obra de su rival Apolonio de Rodas con un epíteto que ha pasado a la historia: mega biblion, mega kakon, «libro grande, gran mal». Los dos pesados volúmenes de Años alejandrinos merecen quizá ese dicterio, porque a fin de cuentas, en su colosalismo cosmopolita, en su maniática geometría y en su emotividad visual son ellos mismos manieristas, alejandrinos como todos nosotros.