Madrid Río no tiene quien le escriba, y el gran proyecto urbano de la capital española es todavía un personaje en busca de un autor. Francisco Burgos, Ginés Garrido y Fernando Porras-Isla han editado un libro estupendo, que —full disclosure— acepté prologar; pero la prolija información en datos y diagramas no puede reemplazar el relato de esta colosal remodelación ciudadana, que está todavía por redactarse. Su ejemplar transformación de la ribera del Manzanares —que realizaron junto al despacho madrileño de Carlos Rubio y Enrique Álvarez-Sala, y con los paisajistas holandeses de West 8, que lidera el carismático Adriaan Geuze— se documenta con planos y esquemas de elegante diseño gráfico, numerosas fotografías y textos explicativos; pero en el volumen brillan por su ausencia los dos protagonistas de la operación: el alcalde Alberto Ruiz- Gallardón, un político que se atrevió a promover un proyecto urbano visionario que aunaba infraestructura y paisaje, sutura ciudadana y reequilibrio social; y el ingeniero Manuel Melis, catedrático de Ferrocarriles en la Escuela de Caminos, que con Gallardón como Presidente de la Comunidad de Madrid había ejecutado la extraordinaria ampliación de la red de metro, y que en esta ocasión puso su experiencia en la construcción de túneles y su capacidad organizativa al servicio de una obra de dimensión descomunal y complejidad extrema, al tener que realizarse manteniendo en servicio la autopista M-30 que rodea la ciudad. Los nombres propios de ambos deben buscarse en los recortes de prensa que se reproducen, porque los distintos textos omiten mencionarlos, y eso parece tan difícil como ocultar la presencia de un elefante en un ascensor.
Hace ahora diez años el Ayuntamiento de Madrid me pidió ayuda para organizar el concurso de lo que llamaban ‘Parque Lineal de la Ribera del Manzanares’ —a mi sugerencia, el nombre pasó a ser ‘Madrid Río’, como tiempo atrás, y con una corporación de signo político opuesto, había convencido a Eduardo Mangada para que denominara ‘Madrid Sur’ la operación urbana inicialmente bautizada ‘Vallecas 92’—, y enseguida se tomó la decisión de convocarlo en dos fases: una primera abierta (de la que salieron los proyectos de Ezquiaga y de los que resultarían al cabo ganadores), y otra por invitación. En esta última participaron Navarro Baldeweg, M. Lapeña y Torres, Perrault, Herzog y de Meuron, Sejima y Nishizawa y Eisenman con James Corner. Los arquitectos expusieron sus proyectos ante el jurado —formado por representantes políticos, del Gobierno y de la oposición municipal, y cinco especialistas, el ingeniero Julio Martínez Calzón, el urbanista y profesor de Harvard Peter Rowe, el historiador y profesor de Yale Kurt Forster, el crítico y profesor de la ETH Vittorio Magnago Lampugnani y yo mismo—, presidido por el alcalde Gallardón, que estuvo presente en todo momento, a diferencia de tantos políticos que prefieren delegar en otros las cuestiones urbanas. La decisión final, además de elegir el proyecto del equipo dirigido por Garrido, otorgó accésits y la posibilidad de realizar elementos singulares a Herzog y de Meuron, Navarro Baldeweg y Perrault, cuyo escultórico puente sobre el Manzanares tiene origen en esa mención.
Llevar a término el proyecto exigiría de los arquitectos un esfuerzo insólito, y no pocas tensiones con los responsables de la obra civil, dirigidos por el expeditivo Melis; pero sin él y sin Gallardón Madrid Río no habría podido realizarse, y cualquier relato que se escriba en el futuro debe rendir tributo, junto a los arquitectos, al ingeniero y al político que lideraron el empeño, además de a los ciudadanos que soportaron durante dos años un tráfico caótico, y soportarán durante muchos más el endeudamiento que hizo posible la obra.