El hermetismo del arte último fascina o enfada. Al escritor Enrique Vila-Matas, que intervino en la Documenta 13 sentándose a escribir en un restaurante chino, lo que vio o vivió en Kassel le produjo un efecto euforizante, y relata su experiencia en un texto lúcido e irónico; al crítico Fernando Castro Flórez, por el contrario, el estado actual de las artes sobre las que escribe le causa irritación, y expresa su desazón con un libro iracundo y erudito. Pese a su diferente posición, o quizá gracias a ella, la lectura conjunta de ambos volúmenes ofrece un retrato pixelado —tan inteligente como fragmentario— de ese fenómeno al que a falta de un nombre mejor seguimos llamando arte. Castro Flórez remata su andanada crítica con una cita del Bartleby y compañía de Vila-Matas que remite a la renuncia de Tolstói a la literatura, y evoca con cierta desesperanza al personaje de Melville: «I want nothing to say to you». Pero por más que acaso prefirieran no hacerlo, ambos autores han acabado traduciendo el arte más reciente a la escritura, y nos ofrecen caminos plácidos o pedregosos para penetrar en él.
No hace falta decir que el más amable es el de Vila-Matas, porque su excursión alemana al santuario del arte más radical se narra con ingenuidad casi convincente, sentido del humor en sordina e introspección cultivada y algo neurasténica. Su paseo exploratorio por las instalaciones de Tino Sehgal, Pierre Huyghe, Janet Cardiff, Rosemarie Trockel o Tacita Dean está animado por el empeño de abandonarse a las sugerencias o enigmas que cada una de ellas propone, y el texto se jalona musicalmente con una serie de ritornellos literarios entre los que destaca una frase de Chus Martínez, comisaria de la muestra junto con Carolyn Christov-Bakargiev: «El arte ni es creativo, ni innovador... El arte hace, y ahí te las compongas».Vila-Matas se las compone muy bien, siguiendo puntualmente los consejos de su amiga Alicia Framis y recordando sus colaboraciones con otras artistas de vanguardia como Sophie Calle o Dominique González-Foerster: a Kassel ha acudido con sus fantasmas habituales —Kafka, Roussel, Walser, Benjamin, Wallace Stevens— y dos libros inesperados, el Viaje a la Alcarria de Cela y el Romanticismo de Safranski, y de esa expedición ha regresado con una obra excelente, un ‘viaje a Kassel’ que lo es también al espíritu alemán y al arte último.
La ruta introductoria de Castro Flórez es más sinuosa o discontinua, como un sendero de montaña que a menudo se interrumpe o desvanece, haciendo difícil seguir el hilo de su razonamiento, pero en compañía siempre del fragor de las catástrofes históricas o íntimas que amenazan el trayecto. Dos de los capítulos llevan por título ‘Pensamientos inconexos’ y ‘Fluttering thoughts’, pareja bilingüe que refleja bien lo fracturado e inestable de su desarrollo narrativo, troceado en secciones de cuando en vez casi epigramáticas, y extendido por demás con un centenar de páginas de notas. Secamente ilustrado y pródigo en referencias políticas o sociales, su exploración de la deriva escatológica del arte contemporáneo se anuncia ya en la cubierta con el urinario de Duchamp (para ser precisos, La Fuente de R. Mutt), y se prolonga en el interior con los de David Hammons o Robert Gober —amén de un sinnúmero de referencias excrementicias, desde Mike Kelley hasta Liu Wei o Paul McCarthy— componiendo un paisaje crepuscular y desolador, difícilmente una cartografía de la cultura del simulacro, y más bien una secuencia de fogonazos críticos de extrema agudeza y acritud. Su último capítulo, ‘Contraindicaciones y notas de un hipocondríaco’ podría ceder su título a muchas de las divagaciones literarias de Vila-Matas, pero la felicidad luminosa del escritor catalán es al cabo ajena a la facies nigra de un crítico melancólico que hace coincidir la impresión de su libro con el aniversario de la muerte de Piero Manzoni, «artista de la mierda enlatada»: claridades pues y tinieblas de un arte que ciertamente no invita a la lógica.
