La pintura de un jabalí hallada recientemente en una cueva indonesia, de hace 45.500 años, hace retroceder hasta esa fecha los comienzos del arte figurativo; la historia del arte, sin embargo, apenas tiene unos pocos siglos. Para Christopher Wood, profesor de la New York University y autor de la exhaustiva A History of Art History, los inicios del estudio histórico del arte se remontan a la baja Edad Media; y para Éric Michaud, director de estudios en la prestigiosa EHESS parisina y autor de Les invasions barbares, la historia del arte no ha sido posible hasta que, en el tránsito del siglo XVIII al XIX, las invasiones bárbaras fueron pensadas como el acontecimiento decisivo que otorgó a Occidente «conciencia de su propia historicidad». Como disciplina académica, desde luego, la historia del arte es joven, pero menos que la economía, la sociología, la antropología o la psicología; a título de ejemplo, señala Wood, en 1920 había 18 cátedras de historia del arte en las universidades alemanas, y sólo una de psicología, una formidable presencia que debe atribuirse a su compromiso con el método empírico y la investigación rigurosa de las fuentes primarias.
El profesor estadounidense presenta su colosal obra no sólo como una historia y prehistoria de la disciplina, sino como «una historia del pensamiento histórico sobre el arte», lo que le lleva a interesarse por los escritos del clérigo del siglo XI Adán de Bremen o los trabajos de San Francisco de Asís restaurando iglesias, para transitar a los cronistas renacentistas Ghiberti o Vasari y llegar en el siglo XVIII a Winckelmann, Diderot y Piranesi. Sus ‘biografías de la forma’ avanzan en forma estricamente cronológica, para glosar las aportaciones de Goethe, Ruskin, Viollet-le-Duc o Burckhardt, y explicar los motivos por los cuales el descubrimiento de Altamira en 1879 fue calificado de fraude, al ser una auténtica ‘catástrofe’ en la historiografía del arte, de imposible encaje en cualquier narrativa histórica, por lo que su carácter auroral no sería reconocido hasta el siglo siguiente. Y es precisamente en los últimos compases del XIX y los primeros del XX cuando entran en el escenario los grandes historiadores académicos, Riegl, Warburg, Wölfflin o Panofsky, que se esforzaron en reconciliar su disciplina con las rupturas de la modernidad.
La arquitectura está presente casi siempre subsumida en el arte, pero figuras como Wittkower o Giedion reciben atención específica, y el periplo se acerca a nosotros con la más política ‘nueva historia del arte’ de los años 1980 y los actuales dilemas de la disciplina, incapaz de enfrentarse inocentemente a las ‘biografías de la forma’. Pese a la influencia de estudios parciales como los de Podro, Baxandall o Haskell, y a la abundante literatura sobre historiadores singulares como Riegl o Warburg, Wood sólo menciona como antecedentes de historia sintética las de Schlosser, Venturi, Kultermann, Bazin y Locher, publicadas entre 1924 y 2001, de manera que su útil compendio se une a un club muy exclusivo. La obra de Michaud, en contraste, es una aproximación antropológica que estudia la relación entre estilo y raza y la etnización del arte contemporáneo, con deslumbrantes interpretaciones sobre la tactilidad antigua del Sur y la opticalidad moderna del Norte: un recorrido erudito y ameno que complementa la rigurosa narración de Wood.