«Amo las montañas: ellas son como el barómetro de mi equilibrio físico y mental». A lo largo de su vida, Charlotte Perriand (1903-1999) pasó largas temporadas en su casa familiar en la Savoya francesa, al pie de los Alpes, de ahí que disfrutar del paisaje abrupto, casi grotesco de las montañas se convirtiese en una verdadera necesidad para ella. No resulta sorprendente, por tanto, que cuando, en 1937 —coincidiendo con la reciente entrada en vigor de la ley francesa que garantizaba las vacaciones pagadas para los trabajadores—, la revista L’Architecture d’aujourd’hui convocó un concurso para una casa de vacaciones, Perriand recurriese a su amado paisaje alpino para instalar en él (a una altura de 2.000 metros) un pequeño refugio para seis personas, completamente industrializado. Se unía así su afinidad sentimental por la naturaleza (que resonaba con la estética pintoresca romántica y reinterpretaba a su manera los afanes utópicos de expresionistas como Bruno Taut) con la vocación moderna de contar con la industria para atender a las necesidades de habitación de las masas.

Diseñado junto a André Tournon, ingeniero de la companía Aluminium Français (que financió la construcción del prototipo), el refugio, de 4 x 2 metros de planta, contaba con una estructura de aluminio formada por tubos muy esbeltos y un conjunto de paneles prefabricados, ligeros y relativamente pequeños, que podían transportarse y montarse en condiciones climáticas difíciles, como se demostró al anclar en tres días el refugio a la falda nevada del Mont Joly, donde permaneció hasta después de la II Guerra Mundial.

Durante estos años, Perriand diseñó también —esta vez con Pierre Jeanneret— una variante del primer refugio, también de aluminio, pero que no se llegó a construir. Lo llamaron Refugio Barril, debido a su forma cilíndrica. En él se contó con los mismos principios bioclimáticos, técnicas de montaje y sistemas móviles de mobiliario aplicados con éxito en la construcción del prototipo alpino.