Aparecidos de forma simultánea, los libros de la historiadora del arte Estrella de Diego y del escritor Antonio Muñoz Molina sobre el Museo del Prado parecen empeños paralelos, pero no pueden ser más diferentes. Ambos tienen origen en una invitación del Museo —un seminario impartido por la historiadora en 2015 y 2017, una cátedra a cargo del novelista en 2019—, ambos están escritos en primera persona, enredando sus biografías con sus visitas al museo, y ambos comienzan y terminan sus ensayos con Las meninas, una obra que en el texto de la catedrática de Arte Contemporáneo está presente en todos y cada uno de sus siete capítulos. Los dos autores tienen casi la misma edad, y ambos han tenido una extensa experiencia internacional, centrada por cierto en la ciudad de Nueva York: De Diego (1958) ha sido profesora de la New York University y Muñoz Molina (1956) ha residido en la metrópolis americana durante cerca de dos décadas, de manera que si el MoMA se asoma varias veces al texto de la primera, mientras, el segundo atribuye buena parte de su formación artística al Metropolitan, al MoMA y a los demás museos neoyorquinos.
Pues bien, teniendo tantas semejanzas, las obras parecen haber sido escritas por personas de generaciones distintas, un contraste que se extiende a su envoltura editorial: el libro de Muñoz Molina, generosamente ilustrado y dotado de la bibliografía genérica y el índice onomástico que facilitan su lectura al público general, es un recorrido inteligente y ameno por las colecciones del museo, que obra también de editor del volumen; el redactado por De Diego, carente de imágenes y acompañado de una nota bibliográfica que recoge sus fuentes críticas, es un monólogo introspectivo y digresivo que parece susurrado, donde la mirada transgresiva de su autora nos guía por un Prado inesperado, y cuya publicación por una editora comercial lo saca de la esfera institucional al que diría destinado.
Rondas del Prado es un volumen humanista a la vieja usanza, atento a las formas en que las pinturas modifican su significado al alterarse el lugar donde se muestran, con un oído fino que le permite captar las historias invisibles que el museo alberga, fascinado por el tránsito de lo real a lo imaginario en las obras flamencas, italianas o españolas, e interesado en los detalles materiales del oficio que subyace a lienzos o dibujos, unos saberes artesanales que alimentan también los talleres de restauración. El escritor recupera aquí su antigua vocación de historiador del arte, malograda según afirma por la temprana falta de conexiones familiares o políticas durante sus estudios en Granada, y aprovecha el encargo del museo para preparar con curiosidad y empeño sus conferencias, que han dado lugar al cabo a un libro informativo y ágil que nos hace partícipes de su itinerario de descubrimiento.
El Prado inadvertido, por su parte, hace honor a su título aplicando al museo el enfoque de género, decolonial y posestructuralista de su autora para sacar de las sombras a «pintoras, afrodescendientes, diferentes, excluidos, bodegones, el siglo XIX…», e inevitablemente por sus páginas desfilan Sofonisba Anguissola, Artemisia Gentileschi, Clara Peeters —uno de cuyos bodegones se muestra en la portada, con el rostro de la pintora reflejado en la jarra de peltre— y Rosa Bonheur, la artista francesa lesbiana «cuya opción sexual parece haber eclipsado la fuerza de sus obras», entre las cuales el retrato de un león africano, titulado El Cid, y que hoy se muestra en el museo rescatado de los almacenes. Pero la historiadora se ocupa también de obras académicas como Las hijas del Cid o Juana la Loca, que ahora veremos de otra manera, se demora frente a la estatua de Hermafrodito, persigue las huellas de esclavos o mulatos, y se pregunta dónde está América en el Prado, un interrogante que deja sin responder mientras abandona el museo y «la tarde se vacía indolente en la noche».