Todos conocemos París. Todos sufrimos por sus males. Nos nutrimos de lo que representa para la historia, la tradición, el aprendizaje. Estamos dispuestos a aceptar su situación con una devoción respetuosa y sin sacrilegio.»
A pesar de que Le Corbusier tomó París como su ciudad adoptiva unos años antes de elegir su nom de plume y su nom de guerre, la ciudad nunca llegó a corresponderle. Su interés por la capital francesa no disminuiría a lo largo de cincuenta años, desde que en 1915 confesase a su antiguo jefe Auguste Perret, «me siento preparado para realizar mi sueño (…) vivir en París», y estudiase durante dos meses la arquitectura francesa del siglo XIX, las cúpulas de la Biblioteca Nacional (1854-75) de Henri Labrouste, así como la teoría urbana de los siglos XVII, XVIII y XIX. Incluso cuando proponía proyectos urbanos para ciudades tan dispares como Nemours, Argel, Río de Janeiro y Bogotá, París seguía siendo su punto de referencia: era, al mismo tiempo, el objetivo primordial de su afán por reformar la ciudad histórica, y la principal fuente de inspiración de sus teorías urbanísticas. Siempre enfrentaba cada aspecto de sus ideas a una visión a gran escala para París, aunque tales proyectos —desde el Plan Voisin de 1925 hasta los bocetos para una sede de la UNESCO en la década de 1950—, permaneciesen como algo oficioso: presentados, debatidos y publicados profusamente, pero siempre en los márgenes del discurso dominante...