De repente estaba allí, en esa zona un poco abandonada de Bilbao: una especie de aparición. Más metálico si cabe sumergido en esa luz grisácea de la ciudad, la luz áspera de la ría; de acero, bello como una sorpresa de titanio, el edificio del Guggenheim convocaba las imaginaciones de todos los que querían verlo por fuera y luego, si acaso, visitarlo por dentro; admirar el contenido que jamás llegaría a estar a la altura del continente.
Era una ocasión única para recuperar la zona —se decía—, para lanzar el turismo, para provocar a personas ajenas a la arquitectura contemporánea a mirar con otros ojos la novedad, una novedad que a finales de la década de 1990 se enmarcaba en la obsesión nacional —e internacional— por abrir museos que fueran, en primer lugar, piezas memorables de arquitectura. Pero ninguna como ese edificio extraño e inesperado que fue, o eso se rumoreó, el primero de lo que podría haber llegado a convertirse en una especie de parque temático con obras de grandes arquitectos. De hecho, al poco de su inauguración en 1997, se comentaba cómo se iban a encargar varios edificios, entre otros un hotel, a arquitectos estrella al estilo de Gehry para hacer un conjunto único que apoyara la excitación turística por las construcciones, aquellas que en la época de bonanza económica eran la nueva forma de diseñar el mundo y, en especial, el mundo cultural: los citados edificios-escultura. Lo que pasara dentro daba un poco igual; lo importante era lo que se veía por fuera. De este modo, la funcionalidad —idea esencial en la arquitectura para el proyecto moderno— quedaba reducida a casi nada, a fragmento, a superficie...