Los colores se instalan en nuestras chaquetas o en la arquitectura del popular edificio en rosa de Sauerbruch y Hutton, que plantea la pregunta inevitable: son belleza y sostenibilidad compatibles —aunque vivir en un lugar bello es otra forma de sostenibilidad, supongo—. El reciente artículo ‘Culturas del color’ de Luis Fernández-Galiano en Arquitectura viva lo exponía sin titubeos: la elección del color no es nunca casual.
El propio Fernández-Galiano es autor, junto con Sánchez Bellver, de La belleza común. España tienda a tienda (2023), un libro delicioso que repasa los establecimientos extinguidos que devuelven a la memoria los colores de la infancia por antonomasia, la variedad que subrayaba la noción de la abundancia infinita de colores cuando acompañaba a mi madre en sus compras. Me refiero a las tiendas de lanas, madejas y ovillos que se agolpaban en los escaparates y el interior del local, en un despliegue abrumador de tonos, de presagios, igual que los Rothko de París. Las lanas apiladas por tonos —lo oscuro siempre arriba, decía Rothko— dejaban clara la imposibilidad de recordar cada uno de ellos al dejar la tienda —para los colores no hay diapasones de bolsillo—...
El País: Colores con los que no soñamos
Luis Fernández Galiano: Colores culpables