«Las dificultades de la relación sexual duradera se agravan con la dependencia económica y en realidad son insolubles.» Con estas palabras comenzaba Wilhelm Reich —psicoterapeuta e inventor de una de las máquinas sexuales más locas y fascinantes del siglo xx, el orgón— el capítulo sobre ‘Los problemas del matrimonio’ en el libro La revolución sexual, traducido al inglés en 1949, y sus alusiones veladas a las ambivalencias del matrimonio parecen claras. Frente a las frustraciones insolubles, Reich proponía una técnica terapéutica en la cual la liberación del deseo en el paciente adquiría un papel básico a través de la propia actitud del profesional, quien a menudo establecía en la consulta una relación de corporeidades impensables entre freudianos o jungianos, y a través del mencionado orgón, una especie de habitáculo del placer que, según su creador, generaba una energía sexual liberadora.
A los pocos años de publicado el texto y en pleno desarrollo de estas estrafalarias y nada duraderas en el tiempo técnicas, otro excéntrico, a su modo visionario en tanto fundador de cierta propuesta de trabajo «desde casa» avant la lettre, masculinizaba los espacios habitables y los llenaba de deseo. O los convertía más bien en puro deseo, al gobernar el mundo desde la cama redonda en su mansión. Desde allí Hugh Hefner establecía el imperio Playboy que, aunque ahora cueste creerlo, nacía en plenos años 1950 —años aplastados por las exigencias de roles— como un canto a la libertad masculina.
Esta es, entre otras, la fascinante historia que retoma críticamente Beatriz Colomina en su excelente aportación a la muestra ‘1000 m2 de deseo. Arquitectura y sexualidad’, que se puede disfrutar en el CCCB de Barcelona y cuyas comisarias Adélaïde de Caters y Rosa Ferré han puesto en pie también gracias a la pericia de un equipo de asesoras muy convincentes en los temas tratados: Esther Fernández y Marie-Françoise Quignard, además de la propia Colomina.
Así, cuando Playboy sale a la calle todos piensan que se trata de una revista sobre mujeres, por hombres y para hombres, aunque en realidad es una reivindicación masculina de la recuperación de un espacio tradicionalmente femenino: el interior. No en vano la arquitectura está muy presente en la publicación —con nombres insignes incluidos— y los chicos Playboy reivindican el derecho «a Picasso, A Nietzsche, al jazz, al sexo» en su casa. «Nos gusta nuestro apartamento», recordaba ya en 1983 Ehrenreich en el libro The Hearts of Men. American Dreams and the Flight from Commitment. En definitiva, las fotos de las mujeres desnudas funcionaban en la revista como metáfora de la heterosexualidad de sus promotores y lectores. Habían trasgredido el territorio metahistórico asignado a las mujeres, pero cuidado con los malentendidos: no eran gais, poniendo otra vez de manifiesto toda la batería de preconceptos a disposición en aquel momento.
En última instancia, también ellos se rebelaban contra la empalagosa idea de la pareja feliz de los 1950 y sus imposiciones para el padre de familia, abocado a traer el sueldo. ¿Y si ese supuesto privilegio fuera otra falsa ventaja, tan perversa como la comida precocinada, muy en boga por aquellos años, que lejos de liberar a las mujeres las esclavizaba a una mayor inventiva en sus propios platos caseros? ¿Y si la vida fuera de casa se hubiera convertido en una fuente inagotable de ese estrés asociado a los hombres y su trabajo por el Doctor Hans Selye?
Claro que la propuesta de la casa para el sexo —las sucesivas mansiones Playboy donde, igual que en el Castillo de los Surrealistas que describe Breton, vivían «mujeres de extraordinaria belleza»— seguía teniendo muchísimos puntos oscuros: ¿por qué trabajar para una sola mujer si se podía diseñar un espacio para disfrutarlas a todas? Sin embargo, pese a estar impregnado de tanta desigualdad como la de Breton, el proyecto Playboy rompe la dinámica de los espacios privados —los que se asignan al «ángel del hogar»— y hace público, comunitario —redondo—, incluso el espacio íntimo por excelencia: el que se asigna al sexo y, por tanto, reino del dominio masculino por definición.
La cama desborda, además, en el proyecto Playboy su papel como mero templo del sexo y se convierte en oficina; se instala casi en el territorio de la experimentación, nudo en el cual se reúnen los fragmentos del deseo y hasta del relato; a pesar de seguir siendo parte de la misma narración masculina que desde siempre ha compartimentado, también espacialmente, el deseo femenino (o su ausencia). De hecho, a lo largo de la historia las mujeres nos hemos visto abocadas, igual que en las discusiones sobre sexo de los surrealistas cuando hablaban de los deseos femeninos sin invitar a ninguna mujer, a habitar unos territorios que han sido el deseo de otros, sometidos a un mapeado ajeno que aspira a establecer qué desear, cuándo desearlo y, más aún, dónde desearlo. Alcobas, boudoirs, tocadores, baños, invernaderos o hasta cocinas; rincones, en suma, para sorprender a las mujeres en su cotidianidad, sin saberse miradas, a la intemperie; hechizo de un deseo que, pasa con el deseo, ha sido conjetura —ver lo que se aspira a ver—, llenan las aspiraciones espaciales masculinas y se imponen a las femeninas.
Espacios voyeristas
De esta manera, mujeres y espacios se han ido superponiendo en las fantasías masculinas, igual que ocurre con los comentarios de Le Corbusier sobre Josephine Baker, al comparar su música con algo capaz de convertirse en la expresión d e«una nueva época, igual que ha sucedido con la nueva arquitectura». O igual que sucede con el proyecto voyerista —nunca realizado— que Loos propone para la casa de la propia Baker: espacio que mira hacia dentro, desvelamiento de las zonas privadas que se plantea como la metáfora misma del cuerpo insolente de la artista. Si la habitación que diseña para su mujer Lina Loos es un espacio sin cesuras ni divisiones, de continuidad, donde hundirse como quien se hunde en el cuerpo femenino y se enreda en él, el diseño para Baker tiene más bien cierto regusto a la exasperación que conllevan las que se perciben como otredades extremas: prohibido tocar. Es como la mesa-mirilla de Púbol que Dalí construye para su deleite personal por imposible en una casa en la que le estaba vetada la entrada sin invitación de la esposa Gala.
De modo que, desde los espacios del voyeur y del libertino del París del XVIII hasta la cocina como lugar cinematográfico para el sexo salvaje —sexo encima de la mesa de la cocina, fantasía pornográfica en tanto reino por excelencia del «ángel del hogar», desbordado y conquistado por la urgencia y la pasión—, los espacios que habitamos, incluso los que damos por ‘normales’, se ajustan, sobre todo en lo referido al deseo, a esas pulsiones y estrategias masculinas, las que por otro lado han dictado sin muchos miramientos las leyes del proyecto de la arquitectura moderna, patriarcal por antonomasia; leyes que se han apresurado a emborronar las pocas huellas divergentes entre las contadas excepciones.
El complejo entramado histórico de los lugares para el deseo y el placer en la arquitectura se va, pues, tejiendo en el recorrido de la sugerente muestra desde los espacios del sexo que el xviii despliega —momento del desarrollo del primer impulso de la modernidad— hasta el XX y XXI, con ciertas transformaciones que acaban por ser en efecto apariencia de cambio. En la muestra se entremezclan los antecedentes literarios y teóricos —de Sade a Bentham, a su modo un reformista sexual—, las reproducciones de espacios, dibujos, estampas o planos, donde se desvelan las aportaciones de los higienistas, el proyecto Playboy o los nuevos itinerarios del placer que propone la psicogeografía ligada a la Internacional Situacionista, por cierto enemiga a muerte de las tiranías arquitectónicas del proyecto moderno, «un mundo de placeres para ganar y nada que perder salvo el aburrimiento», escribía Vaneigem.
Después, el sexo saldría de la casa y llenaría las salas de cine X, haciéndose abrupto, solitario o anónimo, aunque reproduciendo el espacio de tinieblas de la larga tradición de intimidades actuadas. En la ambigüedad de la sala a oscuras, donde lo de dentro y lo de fuera se implementan y se cancelan, los espacios proyectados servían de fondo a las fantasías en medio de una realidad a veces sórdida. Espacios virtuales en ordenadores, juegos indiscretos con cámaras web y su opuesto, los espacios públicos sin intermediarios, han ido creando una red de deseos que ya no cuenta con los espacios tradicionales y que tampoco tiene en ellos mucha influencia de cambio.
De este modo, la lección situacionista —diseño de un mapa de placeres— es ahora un cruising a la carta, en tiempo real en la pantalla del iPhone, que va punteando quiénes están cerca… y disponibles; quiénes buscan sin tener siquiera que llegar a los lugares acordados, sin tener que mirar, ni requerir. La sexualidad líquida busca, pues, espacios donde representarse, espacios sin ubicación fija como la nueva sexualidad: son la consolidación de los no-lugares presagiados por Augé. La pregunta sigue, no obstante, ahí: ¿hasta dónde han influido esas nuevas formas de placer en la tradición moderna y sus epílogos? ¿Hasta dónde le han modificado o revisado? Quizás no tanto en última instancia. Por eso resuena brillante en la memoria la arquitectura vaginal de Niki de Saint Phalle para que el público entrara en Museo de Estocolmo el año 1966. Desacralizada y hasta cierto punto irónica; desvelada, borradas las fantasías, la anatomía femenina era un mero nolugar, vestíbulo y tránsito; pública y funcional. Dueña de sí misma.